Valoración: Muy recomendable
Hablar del donostiarra Diego Vasallo lleva, normalmente, a hablar de Duncan Dhu, grupo icono del pop patrio en los años 80 y 90. Pero han pasado ya un par de décadas (vamos a obviar puntuales reuniones) desde la separación del dúo que fue trío y los caminos musicales de Erentxun y Vasallo han seguido direcciones diferentes.
Centrándonos en el polifacético
Diego Vasallo, podríamos decir que su obra circula ahora lejos de las
autopistas de lo comercial, por carreteras secundarias mucho menos transitadas
pero que esconden paisajes mucho más interesantes.
El último ejemplo es este “Baladas
para un autorretrato”, disco editado en 2018 y compuesto por 8 temas en los que
con un susurro cada vez más cavernoso, como si de un Tom Waits a orillas del
Cantábrico se tratara, desgrana sus cada vez más brillantes letras.
Musicalmente, y por si alguien había
perdido la pista a Diego Vasallo, este disco sigue la senda del anterior “Canciones
en ruinas”: temas ásperos como la voz del donostiarra, descarnados, intensos y
absolutamente ajenos de cualquier atisbo de inmediatez pop. De hecho, “Baladas
para un autorretrato” es un disco con poderosas influencias de la música
popular norteamericana: blues, folk y country rock, fundamentalmente.
La parte más cercana al blues
estaría compuesta por “Ruido en el desierto”, tema que abre el disco y que nos
traslada a los áridos desiertos de la Norteamérica más profunda con sus guitarras,
y por “Fe para no creer”, otro tema que
suena a blues y huele a suciedad y whisky barato.
El lado más folk lo
representarían “Que todo se pare” y el medio tiempo “Todo los bueno”, quizá los
dos temas más luminosos del disco, mientras que “Mapas en el hielo”, despojada inicialmente
de casi cualquier instrumentación y que culmina en un hermoso final al ritmo
del pedal steel, y “El desconocido” ponen el toque más country-rock.
Fuera de estas influencias quedan,
curiosamente, dos de los temas que más me gustan de este disco: “Se me olvida”,
el tema más desnudo de “Baladas de un autorretrato”, y “Cada vez”, canción con
aroma a clásico que irremediablemente recuerda al gran Nino Rota, acordeón,
banjo y mandolinas incluidas.
En resumen, un disco atemporal, de
digestión lenta, de lectura atenta de las letras y escucha pausada para
advertir los muchos detalles que esconde; un disco para reencontrarse (o
descubrir, para quien se quedara en “Cien gaviotas”) con un músico absolutamente
personal y en plena madurez.
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