domingo, 30 de junio de 2019

Tom Waits: Blue Valentine


Año de publicación: 1978

Valoración: muy recomendable

Hay donde elegir. La discografía de Tom Waits a lo largo de varias décadas da para mucho, incluso aceptando que cada uno pueda acercarse a ella desde diferentes perspectivas. Obviemos ciertos aspectos: su voz áspera siempre asociada a toda clase de excesos, su pose desgarbada y alérgica a cualquier compromiso estético relacionado con una popularidad que, círculo cerrado, debe provocarle arcadas. O esas temáticas en sus letras que damos por más que sentadas: el mundo freak, los perdedores y olvidados, un universo casi más social o literario que quizás estrictamente musical. 
Pero no temáis:no creo que le den el Nobel.
Si en algún momento estalló su carrera diría que fue a mediados de los 80, cuando alcanzo fugazmente la popularidad cuando alguna de sus canciones, como Downtown Train, amagó con un acercamiento a un cierto pop oscuro, llegando incluso a sufrir una espeluznante versión perpetrada por Rod Stewart (que puede que pensara que la cuestión era tener una voz algo mellada y ya). A partir de ahí, siguiendo una trayectoria sólida y decidida, Tom Waits decidió convertirse en un sólido estilo por sí mismo.
Pero entonces Waits ya llevaba una carrera oscura atrás, carrera de discos nocturnos con portadas oscuras, a espaldas de lo comercial y a espaldas de nada que pudiera acercarse a ofrecer al oyente algo con lo que sentirse cómodo.
Blue Valentine, disco de 1978, podría incluso calificarse como relativamente accesible aunque sea por su vocación de acercamiento clásico, sus aires visuales (premonitorios: Waits aportaría bandas sonoras marcianas a películas de Coppola o Jarmusch), y unos arreglos que pueden entroncarse más en el jazz clásico o incluso en los scores, que en la experimentación desmedida de su carrera posterior. Aún así, cuesta imaginar que un disco como este salía a la luz en la misma época que, por ejemplo, las películas de John Travolta dominaban el universo. 
El álbum se abre de forma impactante: Somewhere (extraida de la banda sonora de West Side Story) recibe el tratamiento vocal pertinente. Suntuosas cuerdas sirven de soporte al torrente gutural de Waits, aquí casi alcanzando el falsetto en algún momento, para a continuación recuperar sus aires a lo Louis Amstrong. Una manera clásica de abrir un disco clásico. Los fraseos de trompeta aportan un aire de elegancia decadente y anticipan la entrada de Red Shoes by the Drugstore, inquietante como si se tratara de una banda sonora de Bernard Herrmann, y aquí la voz de Waits ya no pretende inflexionar melodía sino escupir frases sobre el ritmo, apuntalado por una guitarra que apenas pellizca la columna de la canción.
Inicios así explican, ya que estamos, la creciente fascinación por el artista. Continua el jazz humeante de Romeo is bleeding, con olor a madera sucia impregnada de café, rompiendo con el mito del pianista sudoroso sobre el teclado, aquí se percibe un poderoso trabajo instrumental. Pero si echamos de menos eso, el pianista, solo hay que esperar la impactante Christmas Card from a Hooker in Minneapolis. Aún nos queda el blues de Wrong side of the road, la torch-song disociada de Kentucky Avenue donde Tom Waits parece contestarse a sí mismo en cada fraseo, y ya me detengo pues, hasta llegar al cierre del disco con la "tierna" balada que le da título, el disco es un catálogo perfecto para introducirse en la obra de Tom Waits, ese extraño tipo de cara desencajada que parece tener 60 años desde hace 40, ese rara avis dentro de la música que, desde algún rincón oscuro del universo, cumple con su función esporádicamente: un francotirador desde las tinieblas de verdad, no hace falta gritar ni acumular decibelios, esto es el auténtico heavy metal.

domingo, 23 de junio de 2019

The XX: The XX


Año de publicación: 2009

Valoración: muy recomendable

Pasados diez años, sigo preguntándome si todas las veces que suena Intro (como fondo sonoro de fragmentos de reportajes o de pasajes de piezas visuales o de anuncios de cosas como bombones)
a) The XX siguen cobrando algo como royalties
b) la gente en general sabe que esa es la pieza inicial de su primer disco y el único tema instrumental de todos sus álbumes oficiales.

No deja de ser curioso. Que el grupo, una especie de abanderado de un indie más matizado y oscuro, más enfocado hacia una electrónica ligeramente lo-fi (2009: el dinero ha empezado a salir corriendo del negocio discográfico, no culpemos a nadie), acabe siendo asociado con apenas un par de minutos de música, eso sí, subyugante, tensa, misteriosa, donde domina ese punteo de guitarra parco que caracteriza sus dos primeros discos y apenas un ronroneo vocal. 

Cuando The XX sigue, y eso ya pesa en su carrera, dignificando el vilipendiado género del dueto vocal mixto. No: no estoy hablando de una subcategoría creada a propósito para que todo el mundo pueda volver a casa con su Grammy. Ocurrió eso: que esas dos voces de dos críos de algo más de 20 años por aquel entonces (ejem: 4 años más que Billie Eilish ahora) cantaban en una especie de desafío vocal con escasa tensión sexual, ambos reconocidamente homosexuales, ambos tardoadolescentes de escasa relevancia física oculta tras ropajes estrictamente negros, alternándose en estrofas en canciones de estructura instrumental minimalista (programaciones, bajo, guitarra en punteos minuciosos pero de escasa pretensión rockera), canciones breves, más emparentadas con el soul o el r'n'b que con los pocos elementos reconocibles como influencias sonoras. Es lo que les aportó éxito y reconocimiento crítico. The XX sonaban diferente: quizás no frescos, quizás no innovadores, pero sí de una manera que costaba reconocer. Recuerdo haber leído en su día menciones hasta a Chris Isaak. Puede que algunas líneas de bajo recuerden a los New Order más orgánicos, puede que la parquedad instrumental pueda remitir a los Cure de la primera época, y a mí la voz de Romy Madley Croft me recordaba a la de Tracey Thorn de Everything But The Girl. Una voz grave femenina capaz de aportar matices. Oliver Sim, bajista, aportaba tonos más rígidos y más cercanos al fraseo, pero la combinación de ambas aportaba una cercanía cómoda. Crystalised, por ejemplo (en el video aún vemos a la cuarta componente del grupo, que abandonó) parece tomar elementos prestados, incluyendo ese aah-yiih-aah tan Madonna, pero consigue gracias a los punteos, al atractivo riff de arranque, a la tenue irrupción de los teclados de fondo, superar ese ambiente de timidez, negrura e introspección y elevarse como una gran canción, potente sin quererlo. Islands, por ejemplo, ya muestra detalles que abarcarán su discografía posterior: elementos rítmicos, la guitarra omnipresente (Drake o Rihanna cayeron en la tentación de samplearles), temas cortos en su mayoría, algo intercambiables pero siempre excelentemente finalizados e insertados. No todo son dúos. Romy se reserva algunos números gélidos, casi estáticos, como Shelter, sin abandonar esa sensación de fragilidad. 
Un disco de presentación rotundo, que capturó cierta angustia del momento, 2009 y la crisis global que se acentuaba y tomaba carrerilla, y ellos, unos cuantos jóvenes más parecidos a los típicos raritos de clase que se unen por esa condición, poco ruido, muchas ideas, sacaban la cabeza y aportaban música extraña, triste y fascinante.

domingo, 16 de junio de 2019

Diego Vasallo: Baladas para un autorretrato

Año de publicación: 2016
Valoración: Muy recomendable

Hablar del donostiarra Diego Vasallo lleva, normalmente, a hablar de Duncan Dhu, grupo icono del pop patrio en los años 80 y 90. Pero han pasado ya un par de décadas (vamos a obviar puntuales reuniones) desde la separación del dúo que fue trío y los caminos musicales de Erentxun y Vasallo han seguido direcciones diferentes.

Centrándonos en el polifacético Diego Vasallo, podríamos decir que su obra circula ahora lejos de las autopistas de lo comercial, por carreteras secundarias mucho menos transitadas pero que esconden paisajes mucho más interesantes.

El último ejemplo es este “Baladas para un autorretrato”, disco editado en 2018 y compuesto por 8 temas en los que con un susurro cada vez más cavernoso, como si de un Tom Waits a orillas del Cantábrico se tratara, desgrana sus cada vez más brillantes letras.

Musicalmente, y por si alguien había perdido la pista a Diego Vasallo, este disco sigue la senda del anterior “Canciones en ruinas”: temas ásperos como la voz del donostiarra, descarnados, intensos y absolutamente ajenos de cualquier atisbo de inmediatez pop. De hecho, “Baladas para un autorretrato” es un disco con poderosas influencias de la música popular norteamericana: blues, folk y country rock, fundamentalmente.

La parte más cercana al blues estaría compuesta por “Ruido en el desierto”, tema que abre el disco y que nos traslada a los áridos desiertos de la Norteamérica más profunda con sus guitarras, y por  “Fe para no creer”, otro tema que suena a blues y huele a suciedad y whisky barato.

El lado más folk lo representarían “Que todo se pare” y el medio tiempo “Todo los bueno”, quizá los dos temas más luminosos del disco, mientras que “Mapas en el hielo”, despojada inicialmente de casi cualquier instrumentación y que culmina en un hermoso final al ritmo del pedal steel, y “El desconocido” ponen el toque más country-rock.

Fuera de estas influencias quedan, curiosamente, dos de los temas que más me gustan de este disco: “Se me olvida”, el tema más desnudo de “Baladas de un autorretrato”, y “Cada vez”, canción con aroma a clásico que irremediablemente recuerda al gran Nino Rota, acordeón, banjo y mandolinas incluidas.

En resumen, un disco atemporal, de digestión lenta, de lectura atenta de las letras y escucha pausada para advertir los muchos detalles que esconde; un disco para reencontrarse (o descubrir, para quien se quedara en “Cien gaviotas”) con un músico absolutamente personal y en plena madurez.

domingo, 9 de junio de 2019

Blur: Parklife

Año de publicación: 1994
Valoración: recomendable

Si me es permitido erigirme en nada humilde portavoz de este blog cuya andadura se acerca inexorablemente a su fin, afirmaré que no hemos sido demasiado proclives a avivar polémicas. 
Básicamente, porque, igual que en el mundo literario, obras malas las hay a montones. A palazos uno tiene que abrirse camino entre una oferta sobresaturada de discos que suenan igual (de libros que contienen prácticamente lo mismo) hasta encontrarse con algo que sea original o que pulse - hasta a mí me horroriza el símil hasta perlárserme la frente de sudor - el botoncito emocional en que uno se da cuenta de estar ante algo muy grande.
La última vez que me ha pasado ha sido ante el disco de Billie Eilish, por cierto.
Pero hay discos (o grupos o estilos) cuya magnitud y repercusión (sobre todo de ventas, no voy a negarlo) impiden ser ignorados y a uno ya le gustaría no tener que someterse a según qué escuchas en aras de ser objetivo y poder trasladar al papel el enorme desagrado o desconcierto o repugnancia que le ha provocado su escucha.
No es el caso de Parklife, por cierto.
Allá por los primeros 90 la industria musical británica contemplaba estupefacta como la música electrónica empezaba a zamparse el negocio en una progresión que entonces parecía imparable. Supongo que esa industria tenía muy presente, en términos de ventas, competencia y aportación artística, algunas malas experiencias del pasado donde lo british había pasado a un segundo plano en lo musical. O alguien se acuerda de algún artista británico relacionado con la música disco. ¿Tina Charles? La prensa (el NME, el MM, el Record Mirror, etc.) necesitaba algún movimiento con caras y ojos (los artistas de la electrónica solían ser muy esquivos y no precisaban de los mecanismos promocionales convencionales) a los que dedicar portadas y a los que poner delante el micrófono en busca de titulares. Así se generó la guerra Oasis-Blur y todo el fenómeno del brit-pop. Fue encender esa mecha y empaquetar a todo el mundo que estuviera por medio y, claro, necesario en todo buen movimiento generado en los despachos de las disqueras (por favor, visitad el sitio de Alvinsch), generar una flamante etiqueta que pegar en cada CD, en cada vinilo. Curioso, leo algunas listas sobre los discos paradigmáticos del movimiento y me encuentro por ahí a Primal Scream, a los Black Grape del polimultiomnitoxicómano Shaun Ryder;  a Saint Etienne (!!!!) o a Morrissey (!!!!!!!). Lo que hay que ver.
Pero está claro que Blur SÍ. Curioso: de los cuatro grupos paradigmáticos surgidos en esa época y colocados bajo el paraguas protector los dos más relevantes, Pulp y Radiohead, no tienen nada que ver con el movimiento en función de trayectorias pasadas y futuras, y los dos iconos Blur y Oasis, parecen el ying y el yang. Oasis tenía una actitud pésima (chulesca, machista, cervecera y hooligan en el mal sentido) y algunas, no demasiadas, las justas para llenar un Greatest Hits con algo de relleno, buenas canciones. 
Blur tenían la actitud adecuada. Damon Albarn lo ha demostrado en sus sabias elecciones de carrera posteriores. Pero a Blur la cuestión musical, empecemos ya que esto se alarga, creo que les cojeaba. O que la ejecutaban mejor en el aspecto teórico. Digo esto tras ver el aluvión de reseñas con cinco estrellas y con dieces que saludaron y saludan Parklife. Y sigo pensando que no hay para tanto. Que había que motivar y excitar a los hermanos Gallagher y entonces ya tendríamos a los nuevos Beatles y a los nuevos Stones. Pero que Parklife, aparte de una portada de imagen y maquetación icónica, se limita a un arranque magnífico, Girls And Boys es un perfecto número que salta directo de las mesas de mezclas cutres del Saloufest a las sesiones de karaoke de los bares de Sant Antoni Abat, que conjuga  un pulso maquinal con los sarpullidos guitarreros y el bajo protodisco, que Albarn vocifera como si fuera John Lydon con la garganta aclarada. Pero que en su propia esencia está condenada a la pulverización a base de convertirse en un himno. No tiene continuidad en el disco: son 16 canciones que pretenden, eso dicen las críticas más entusiastas, contener toda la historia musical reciente y que tan pronto se acercan a los Kinks o a los Jam, se nota en los tratamientos vocales y en la voluntariosa búsqueda de instrumentaciones alternativas - vientos y cuerdas, mientras los Oasis se aferraban al clásico sonido bajo-batería-guitarra - pero que no siempre lo consiguen de forma inspirada. Los números más cercanos al punk rock, como Tracy Jacks, o Bank Holiday suenan aparatosos y como si toda su energía se deshiciera en una producción brillante y equilibrada y un lanzamiento de diatribas sin demasiada intención melódica (o sea: para nada son los Clash de London Calling). Las baladas en las que Albarn busca un equilibrio a través de las aportaciones, sobre todo de teclados y cuerdas, como Badhead (bonito órgano o lo que sea) o End of a Century (no puedo evitar que me recuerde a unos Tears or Fears descafeinados) adolecen de la tonalidad épica que otras bandas sí supieron aportar. Y otras canciones, como la propia Parklife (mejor manera de decir seríamos mods no se me ocurre) o Clover Over Dover  parecen diseñadas para servir de perpetua banda sonora a todo volumen para cadenas como la fenecida Tower Records o cualquier Virgin Megastore - explicad a vuestros hijos que esas cosas existieron, por favor. 
Si Parklife se hubiera publicado al margen de todo ese movimiento, yo casi estoy seguro de que hubiera pensado lo mismo.
Aunque igual entonces ni hubiera comprado ni escuchado el disco.


domingo, 2 de junio de 2019

VVAA: Deep Dish Records: Penetrate Deeper

Año de publicación: 1995
Valoración: muy recomendable

Habrá quien discuta incluso si un disco de sesión de DJ debe ser acreditado como autor de un disco aunque sea para poner los puntos sobre las íes sobre autoría, asuntos legales y esas cosas. Pero en 1995 la cuestión no merecía duda alguna para la industria. Los DJ eran los poderosos ganchos con que atraer a los compradores de discos, ávidos de vivir de la manera más fiel posible (ahí hay mucha edición y no creo que existan realmente demasiados discos que sean realmente sesiones en vivo, ni en el caso de ese icono intocable llamado Jeff Mills) la experiencia de oír música seleccionada y mezclada y enlazada por una serie de tipos que habían conseguido hacerse con status muy cercanos a los de las estrellas del pop y del rock.
Por culpa del fenómeno de la música house (o techno, o electrónica) y por culpa del fenómeno de las fiestas rave, que habían arrastrado a una enfervorizada masa de oyentes, por culpa de la explosión de las drogas de síntesis, claro, cómo evitar tan obvio argumento. La gente tomaba pastillas y bailaba enloquecida con los ojos en blanco y la mente en multicolor al ritmo de cualquier cosa que tuviera un bombo, un ritmo 4x4 y pudiera diferenciarse de un zumbido.
Agotado o no, ese sonido marcó la música desde los primeros 90 y eclipsó incluso los intentos de la industria de retroceder a una escena convencional que pudieran dominar. Y sí, en aquella época surgió aquello del britpop y los medios azuzaban la sempiterna rivalidad Blur-Oasis. Pero la gente iba a los clubs y bailaba. El listado de DJs de la época es interminable: Sasha, Paul Oakenfold, Darren Emerson, Sasha, John Digweed, Danny Tenaglia, Armand Van Helden, Paul Van Dyk...
Deep Dish eran un dúo, circunstancia bastante curiosa, como lo eran sus orígenes. Dos jóvenes de procedencia iraní afincados en Washington DC que habían organizado un sello en el cual publicaban material propio, de otros artistas, y remezclas. Hablamos de auténtico sonido underground, de música que es prácticamente reproducida en los clubs a los pocos días de grabarse, de conceptos como los acetatos, los dubplates, los white label. Y esos discos de ediciones limitadas eran los tesoros que los DJs protegían con total celo pues esa exclusividad representaba su carta de presentación, por encima incluso de capacidades técnicas o posibilidades artísticas. La mayoría de ellos se revelaron como músicos atroces cuando intentaron lanzarse a ejercicios creativos, pero no se trata de juzgar eso ahora El DJ como selector, antes de fenómenos nauseabundos como David Ghetta, era una figura necesaria para abrirse paso en la jungla de una producción que, gracias a la asequibilidad técnica y material de los medios para su confección, era de un volumen y una variedad desbordante. Esta sesión es paradigmática: empieza en modo casi reflexivo, piano eléctrico y voz que parece recitar un mantra, que progresivamente intensifica su ritmo hasta meternos en 70 minutos de frenesí house, un frenesí elegante, melódico, no exactamente un desmelene sino más bien un viaje que ejemplifica una época, casi una actitud hacia la música, quizás frívola o superficial, apenas hay letras aquí, solo intensidad electrónica, lisérgica, una cualidad apreciable en uso de la plena conciencia y desde luego, un sucedáneo muy digno de la experiencia física del club. Los pies que no paran, el cabeceo, el bajo en el estómago.

Podéis oír el disco completo aquí.