domingo, 27 de septiembre de 2020

Donna Summer: A Love Trilogy

Año de publicación: 1976
Valoración: casi imprescindible

Ya iba siendo hora de activar la etiqueta "disco" aquí, aunque sea para reivindicar un género denostado (quizás por la época a la que se asocia, quizás por el estúpido énfasis en forzar la dicotomía música seria/música frívola), si bien he de aclarar que la reivindicación es doble: la del propio sonido y la del reconocimiento a una figura esencial: Giorgio Moroder, que en estos cinco temas es acreditado en prácticamente todas las fases de desarrollo del proyecto, de la composición a la producción. Al igual que el techno algunos años más tarde, el formato LP no fue nunca el idóneo para el género: se sentía más cómodo en esos 12 pulgadas que los DJ blandían, en versiones extendidas que se administraban en las dosis necesarias que cada sesión demandaba. Pero dentro de esto, no una limitación sino un simple matiz, discos como este A Love Trilogy son ejemplares. Apenas cinco temas, de hecho cuatro más un preludio de un minuto, uno de ellos una especie de suite de diecisiete minutos con cambios de melodía, media hora de música que aguanta, casi medio siglo después, audiciones y análisis sonoros. No es música solo para bailar, el efecto de su audición es casi un teletransporte a otra época, casi a otra mentalidad, y su escucha detallada, su despiece técnico no hace más que revelar capas y capar. Giorgio Moroder y Pete Bellotte emplearon su inquietud sonora a destajo. Aquí hay una labor instrumental completamente innovadora, hay combinación de cuerdas y guitarras wah wah, hay solos de sintetizador, hay uso de programación de ritmos, hay uso de la voz como otro instrumento. Y por mucho que Donna Summer, fallecida hace algunos años, orientara su fecunda y brillante carrera hacia el mainstream de manera progresiva (no sin permitirse dejar por el camino, igualmente junto a Moroder, un clásico absoluto como I Feel Love), por mucho que en algún momento esa voluptuosidad vocal que incluía (asevera el mito) orgasmos en el acto interpretativo, esta es música que, sin ejercicios nostálgicos, trasciende a su momento. Vital, hedonista, despreocupada, que es un flechazo directo a los puntos neurálgicos del oyente. No hay que buscarle más vueltas, pero esto no es pop. Lo que se oye en Wasted es un ritmo secuenciado, unas poderosas cuerdas de aires philly, un solo de sintetizador contundente. Si eso no era innovar, aunque sea a costa de hacerlo aprovechando un movimiento de enorme tirón comercial, que alguien lo argumente. O recuperar una lánguida balada de aires épicos y saqueo chopinesco de Barry Manilow, y convertirla (por favor, hay que oír  Could It Be Magic de un tirón con su preludio) en el desborde para los sentidos que figura en este disco, una suntuosa pieza de seis minutos que se convierte en una especie de resumen de toda una época. Y sí: el sintetizador vuelve a estar ahí, como una distorsión tras cada una de las notas de piano. Un disco menor, parece ser que Summer tuvo discos más celebrados tanto crítica como comercialmente, pero una pieza esencial para comprender demasiadas cosas.

domingo, 20 de septiembre de 2020

DJ Shadow: Endtroducing...

Año de publicación: 1996
Valoración: imprescindible

Si es que este espacio de Internet tiene capacidad para generar algún tipo de debate, me gustaría plantear una cuestión relativa a este magnífico disco.
Que es que su autor no ha compuesto ni interpretado un solo segundo de la música que contiene. Que se ha limitado (de ahí la portada) a hacer acopio de discos, preferentemente en vinilo, de centenas de artistas desconocidos para montar un collage sonoro, usado aquí el término en su más estricta acepción, a base de reciclar ese piano, ese bajo, ese redoble de batería, esas voces, juntarlo todo creando algo que muchos denominarían engendro o incluso Frankenstein musical, pero que, 1996 y la tecnología capaz de hacer maravillas con la edición con muy poco dinero aún no se ha universalizado, resulta nuevo, desconocido, fascinante, terriblemente innovador y, por supuesto, seminal, tanto que ni el propio DJ Shadow ha sido, obvio en estos casos, capaz de igualarlo.
El factor sorpresa, como se suele decir. Pero claro, lo conseguido en Endtroducing... no es poca cosa, suficiente para que pasara a la historia y diera sentido incluso a una especie de replanteamiento de la filosofía de la música de vanguardia: apropiarse de lo ajeno no siempre es reprobable. Y yo ignoro, porque los créditos hubieran sido simplemente kilométricos, de dónde salieron las piezas, esa especie de compuestos que Shadow puso en el matraz para conseguir sus excelentes resultados. Midnight In A Perfect World, por ejemplo, combina tonalidades de piano a lo Satie, un murmullo de bajo casi líquido, una especie de piano eléctrico en notas extremadamente graves, y la sensación es de que se ha logrado algo nuevo, algo indefinible y que podría llamarse trip-hop (porque fue James Lavelle quién lo fichó para Mo' Wax y lo convirtió en una de las piezas fundamentales para su reinado en los últimos 90), pero aceptaría cualquier etiqueta que rechace la pureza. Building Steam With A Grain Of Salt combina, de forma casi cinemática, factores diferentes, grabaciones, seguramente más de un fragmento sacado de un disco del que nada más que eso puede aprovecharse. Discos que DJ Shadow guarda apilados en todas partes, esperando a ser descubiertos y pasar a integrar algo que sea más que la suma de sus partes. Nótese que he eludido, de forma algo forzada, llamarle músico, porque quizás esa no sería la definición más fiel, pero desde luego su talento es innegable, aunque sea en la tarea de la selección, el ensamblaje, uno podrá discutir el concepto, ya depende del purismo de cada uno. Pero rendirse ante temas como What Does Your Soul Look Like es demasiado sencillo, complicarse la vida especulando sobre los responsables últimos de la creación de cada nota, cada segundo, un ejercicio que alguno se otorgará el derecho de hacer. Yo prefiero, en cambio, disfrutar de este festín cuya influencia cultural me es imposible abarcar.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Steely Dan: Gaucho

Año de publicación: 1980

Valoración: casi imprescindible

Disco atiborrado de detalles clásicos, esta virtual última obra del dúo norteamericano se presentó, de primeras, como uno de los discos de producción más costosa de la historia en su momento. La lista de músicos de estudio (que incluía, por ejemplo, a Mark Knopfler) ya era extensa, pero desde luego la leyenda, corroborada por los resultados del disco, no habla solamente de esa nómina, sino del exasperante perfeccionismo de los autores del disco por traspasar al estudio exactamente su concepción sonora. De la compra de caros instrumentales para apenas rellenar unos segundos en las canciones. Si el término AOR se acuñó parecería que este fuera el epítome de su génesis, y si toda esa mitología fuera cierta este sería el clásico disco que cualquier vendedor de caros equipos de Hi-Fi tendría preparado para esos lejanos días en que se justificaban inversiones millonarias en equipos domésticos, ni que fuera para ese placer casi perverso de oír el chasquido del nylon rozando los dedos del bajista de turno.

Pues bien, contra lo que ello pueda parecer, hablamos de un disco al cual la perfección técnica la obsesiva meticulosidad de cada detalle no lastra, no aporta frialdad. Todo lo contrario, el resultado es inapelablemente brillante, de una brillantez que no definiría como cálida, diría más bien que el disco es nocturnamente confortable y desde luego una de esas obras musicales, que, separadas de algunos perniciosos detalles que envolvieron su creación, se alza majestuosa.

Las notas iniciales de Babylon Sisters, con el piano eléctrico marcando el ritmo, el sutil ritmo (Babylon) reggae de la guitarra, los saxos, los coros femeninos, nos emplazan en un mundo extraño, sofisticado de una manera algo perversa. Tremenda sensación cinemática que igual nos emplaza en un antro a punto de cerrar en alguna calle secundaria como en un elegante club. Cuesta definir ese mood pero resulta cualquier cosa menos aséptico, aunque las escuchas sucesivas puedan confirmar esa sensación que impacta. No hay un sonido fuera de sitio, no hay una sola salida de tono, todo, punteos de guitarra, notas del piano, entradas de viento, encaja y tiene sentido.

La primera cara del disco la completan otras dos obras maestras: Hey Nineteen, single pluscuamperfecto de una banda que publicaba pocos sencillos pero que los convertía en acontecimientos: entrada que deja sin aliento, guitarra en solo de notas agudas y precisión prístina, la voz de Donald Fagen (que alcanzó cierta notoriedad en una posterior carrera en solitario) adquiriendo tono canalla y ese inimitable flujo de la canción, otra perfecta muestra en este caso conducida por una guitarra simplemente celestial, que suena de forma inmejorable y que aventuro sería un auténtico quebradero de cabeza reproducir en vivo.  Glamour Profession irrumpe de forma inmediata y es otra vez una maravilla, podéis hacer el ejercicio de perseguir cualquiera de los instrumentos en su audición. Solamente la línea de bajo ya es suficiente para fascinarte por toda su duración, pero los fraseos de piano, las respuestas de los saxos a las estrofas de Fagen.

Puede que la cara B, cuatro canciones más cortas, se resintiera de ese poderío mostrado: los aires melancólicos de Third World Man son los que más se acercan a ello, pero igualmente aunque sea en lo sonoro son piezas que hay que explorar. Siempre he pensado que el complemento que le falta a este disco hubiera sido la soberbia pieza que grabaron para la película FM, quizás ese era el empujón que lo hubiera elevado a imprescindible.



domingo, 6 de septiembre de 2020

Marc Almond: Absinthe. The French Album


Año de publicación: 1993

Valoración: muy recomendable

Tras la ya lejana desaparición de Scott Walker, pocos músicos van quedando ya con trayectorias impecables, altos ritmos de publicación, mantenimiento de nivel y coherencia de carrera, también porque el paso del tiempo es cruel y algunos han desaparecido, pero ahora mismo solo recordaría a David Sylvian y a Marc Almond en esas condiciones: los dos ya pasados los 60 años habrán tenido sus altibajos, pero han conseguido seguir publicando, arriesgar y eludir dar una imagen patética de arrastrase por los escenarios exprimiendo sus hits del pasado. Marc Almond, con el obligado paréntesis del accidente de moto que casi le cuesta la vida, es un ejemplo de artista como una catedral, aunque haya arrastrado toda la vida ese injusto sambenito del one-hit-wonder, su absoluta despreocupación por su impacto comercial ha regido sus pasos y se ha permitido hacer lo que le ha venido en gana. Quizás sean los royalties, claro. 
Absinthe es una muestra reluciente. Almond había vuelto a la luz pública en 1988 en un dúo con Gene Pitney, una balada emocional presentada en un video de aires kitsch que le había puesto de nuevo en el globo. Lejos de inmutarse, sus siguientes discos escarbaban en otros caminos sin intención alguna de repetir la fórmula. En 1990 ya había mostrado su filia francófona publicando Jacques, un disco completo de versiones de Jacques Brel, cantautor belga y miembro indiscutible (Charles Aznavour o Scott Walker serían otros) del imaginario del cantante. Pero Absinthe no se centra en una sola figura: aquí los  covers no lo son tanto como pura devoción, dominando la parte lírica, Juliette Greco es homenajeada y los poetas malditos (Baudelaire y Rimbaud) ven sus obras adaptadas y musicadas. Almond se desboca, sus vocales en el disco son sobreexcitadas para bien (bueno: en Incestuous Love roza el histrión) y el disco en su conjunto  se erige como una obra propia por la pura magia y tesón de Almond, que hace suyas todas y cada una de las canciones, las arregla con originalidad y respeto, les aporta nueva vida, las lleva a sonoridades variadas y dinámicas (desde los aires casi eurovisivos de A Man hasta la sensualidad portuaria de In Your Bed) sin optar por un sonido lineal de cantautor torturado, que se hubiera traducido en números de piano y voz (como el fallido disco de Rufus Wainwright), Almond traza una veladura insana y perversa sobre las canciones (escalofriante The Slave) estén estas desnudas en sus arreglos o se lancen a una montaña rusa de arabescos, como en My little lovers, y consigue elevar el disco, dentro de su carrera, a la categoría de clásico ineludible y pieza casi maestra para comprender su carrera en su integridad: la de un cantante fascinado por sus héroes artísticos, sumergido en tantas influencias y tan dispares que es incapaz, ni por un instante, de no sonar original y personal.