Año de publicación: 1993
Valoración: muy recomendable
Tras la ya lejana desaparición de Scott Walker, pocos músicos van quedando ya con trayectorias impecables, altos ritmos de publicación, mantenimiento de nivel y coherencia de carrera, también porque el paso del tiempo es cruel y algunos han desaparecido, pero ahora mismo solo recordaría a David Sylvian y a Marc Almond en esas condiciones: los dos ya pasados los 60 años habrán tenido sus altibajos, pero han conseguido seguir publicando, arriesgar y eludir dar una imagen patética de arrastrase por los escenarios exprimiendo sus hits del pasado. Marc Almond, con el obligado paréntesis del accidente de moto que casi le cuesta la vida, es un ejemplo de artista como una catedral, aunque haya arrastrado toda la vida ese injusto sambenito del one-hit-wonder, su absoluta despreocupación por su impacto comercial ha regido sus pasos y se ha permitido hacer lo que le ha venido en gana. Quizás sean los royalties, claro.
Absinthe es una muestra reluciente. Almond había vuelto a la luz pública en 1988 en un dúo con Gene Pitney, una balada emocional presentada en un video de aires kitsch que le había puesto de nuevo en el globo. Lejos de inmutarse, sus siguientes discos escarbaban en otros caminos sin intención alguna de repetir la fórmula. En 1990 ya había mostrado su filia francófona publicando Jacques, un disco completo de versiones de Jacques Brel, cantautor belga y miembro indiscutible (Charles Aznavour o Scott Walker serían otros) del imaginario del cantante. Pero Absinthe no se centra en una sola figura: aquí los covers no lo son tanto como pura devoción, dominando la parte lírica, Juliette Greco es homenajeada y los poetas malditos (Baudelaire y Rimbaud) ven sus obras adaptadas y musicadas. Almond se desboca, sus vocales en el disco son sobreexcitadas para bien (bueno: en Incestuous Love roza el histrión) y el disco en su conjunto se erige como una obra propia por la pura magia y tesón de Almond, que hace suyas todas y cada una de las canciones, las arregla con originalidad y respeto, les aporta nueva vida, las lleva a sonoridades variadas y dinámicas (desde los aires casi eurovisivos de A Man hasta la sensualidad portuaria de In Your Bed) sin optar por un sonido lineal de cantautor torturado, que se hubiera traducido en números de piano y voz (como el fallido disco de Rufus Wainwright), Almond traza una veladura insana y perversa sobre las canciones (escalofriante The Slave) estén estas desnudas en sus arreglos o se lancen a una montaña rusa de arabescos, como en My little lovers, y consigue elevar el disco, dentro de su carrera, a la categoría de clásico ineludible y pieza casi maestra para comprender su carrera en su integridad: la de un cantante fascinado por sus héroes artísticos, sumergido en tantas influencias y tan dispares que es incapaz, ni por un instante, de no sonar original y personal.
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