domingo, 27 de enero de 2019

Rufus Wainwright: Want Two

Año de publicación: 2005
Valoración: muy recomendable

Dudo que ese momento regrese, el pop ha cambiado, pero en todo caso sigue siendo una máquina cruel que fagocita estrellas hasta extenuarlas y correr a por las siguientes. Pero cuando Rufus Wainwright publicó Want Two, hace ya casi tres lustros que se han pasado volando, Rufus Wainwright parecía ser omnipresente. Lo acaparaba todo: el aplauso crítico, la respetabilidad relativamente indie, salía en portadas, encabezaba listas, metía alguna canción (aunque fueran versiones) en bandas sonoras, era llamado a participar en homenajes a músicos a los que admiraba. Parecía la esencia de la estrella pop del nuevo milenio, esas estrellas pop cuya obra ya merecía ser analizada en una clave desinhibida, sin pararse a pensar si era de aquí o de allá, sin afirmaciones malintencionadas sobre su figura como icono gay, parándose a comentar como mucho lo de sus escarceos con las drogas y cómo su amistad con Elton John le había ayudado a esquivar ese infierno.
Y había publicado Want One, disco que parecía formar parte de un proyecto que se comercializó así,  por separado, siendo Want Two la segunda parte teórica y quizás el disco de la eclosión y por el que Wainwright debería disponer de un pequeño lugar en la historia del pop. Con el enorme problemón de etiquetarlo debidamente. De familia de músicos, Wainwright parecía absorberlo todo para depositarlo en sus discos. Pop puede sonar algo demasiado global, pop barroco como el disco de The Beach Boys que reseñábamos la semana pasada empezaría a ajustarse, pop abigarrado quizás sería excesivo, rock desde luego no, pero ahí hay de todo: esencias clásicas, aires de cabaret torturado, comedia musical, espíritu indie, cantautor comprometido de toda la vida (Cohen, Buckley), aires desinhibidos, tendencia al exceso, al histrión contenido, dentro de una colección de canciones aglutinadas por la precisión técnica y un cierto espíritu dramático y levemente torturado.
Que se abre de forma extraña: Agnus Dei parece estar colocado ahí como una primera barrera ante el oyente, con su aire teatral y casi religioso, con la  característica voz de Wainwright (y esa manera de alargar las sílabas levemente reminiscente de Thom Yorke) proclamando lo que parece ser una especie de llamamiento a la reflexión y, de paso, advirtiendo al oyente sobre lo que se avecina: todo está permitido. El salto al pop inmaculado está al lado: The One You Love, proclamada mejor canción del año en alguna lista de prestigio, es perfecta de la cabeza a los pies: los coros femeninos, los arabescos del piano, las transiciones, esa estrofa  antes del parón que precede al arranque final, la omnipresencia de la voz de Wainwright, contenida, cercana. Una de esas piezas de orfebrería tan difíciles de encontrar en épocas dominadas por los trucos de producción y la pirotecnia sonora.
Al disco no le faltan momentos brillantes:  Gay Messiah resulta curiosa en su mensaje sobre el advenimiento del mesías gay, pero vuelve a colarse como lo que es: una gran canción que simpatiza con el oyente y empieza a abarcar conceptos y estilos, desde su fraseo de guitarra hasta su arranque gospel. En Art Teacher, piano solo y portentosos vocales grabados en vivo, se encarna en una chica enamorada de su profesor de arte. Y parece fusionar folk en la excelente Hometown Waltz, con aires de New Orleans, o tomar caminos de sonata en This Love Affair, con su aire ligeramente trágico. Un disco rico, quizás en exceso, y una carrera que entró, en el curso de unos años a continuación, en una vía de desorientación constante, un auténtico desafío al público general que le abrazó por la accesibilidad de discos como este y al que, claro, se le exigió demasiado con discos de piano solo, discos musicando sonetos de Shakespeare, experimentos operísticos... muchos de los gérmenes de esos proyectos futuros pueden estar, claro, en Want Two. 
Pero esto del pop ya sabemos cómo va.

domingo, 20 de enero de 2019

The Beach Boys: Pet Sounds

Año de publicación: 1966
Valoración: imprescindible

Indagar sobre las razones por las que ciertos álbumes clásicos de la historia de la música son encumbrados en las sucesivas listas definitivas de los mejores discos de la historia resulta estimulante, pero a veces también, un poco frustrante. Cierta sensación de estar perdiéndose algo cuando uno no acababa de tener el mismo entusiasmo hacia esos discos, como una impotencia difícil de definir sobre la capacidad sensorial propia. 

Por suerte, la genialidad acaba encontrando su curso entre el escepticismo, la insensibilidad, la ignorancia, llamadle como queráis, y este es el caso de Pet Sounds, álbum con el que me hice ante el aluvión (aún persistente) de sitios y publicaciones que lo consideraban el mejor disco de la historia y que tardé algún tiempo en comprender de forma definitiva, proceso irreversible que esta reseña puede cerrar.

Porque, para empezar, hay que situar el disco en el contexto del año de su edición, con un mundo polarizado por la dicotomía Beatles/Stones, y con un grupo estadounidense y de intención estadounidense, que había acumulado discos que parecían monopolizados por estereotipos propios: el surf, California.

Y Pet Sounds representa un desmarcaje de ese sonido y de esas temáticas. Incorporando las técnicas vocales propias de sus anteriores trabajos, pero con un sonido elaborado, innovador, sin miedo alguno a la incorporación de instrumentaciones o arreglos ajenos al universo sonoro que acaparaba la producción musical de la época. Vientos, cuerdas, nulo protagonismo de los códigos sonoros del rock: no oirás un solo de guitarra ni un redoble de batería. Esto es pop barroco tal como eso podría interpretarse en aquella época. 
Por supuesto, nada de eso se sustentaría sin la aportación de unas composiciones con muchos visos de asomarse a la eternidad. Wouldn't It Be Nice, armonías vocales, cambios de melodía, tono algo melancólico, inauguraba una serie de composiciones excelsas donde los arreglos suntuosos ayudaban a identificar capas a cada escucha, y que mantenían ciertos aires de referencia a los hits surferos, pero aportándoles una cohesión propia de un álbum antes que de hits rodeados de material de relleno.
Claro que las voces continúan ahí, pero los aires son más maduros, más contemplativos, como si el grupo estuviera absorbiendo otra clase de sonidos y quisiera organizar su particular Kid A.  Sloop John B confirma esa especie de sentimiento crepuscular, que ha tomado cuerpo ya en la segunda canción You Still Believe In Me, con los arreglos orquestales haciéndose fuertes en las canciones, edificando el mito del disco como un obvio adelantado a su época. Apenas cuarenta minutos de música cuyos ecos resonaron por décadas. (34) Let's Go Away For Awhile adelanta prácticamente en sus escasos dos minutos toda la oleada lounge que explotaría más de tres décadas más tarde (Air debieron metérsela en vena mientras grababan Moon Safari) y no es difícil encontrar ecos de God Only Knows en elementos tan dispares como hits de Alaska y Dinarama o la discografía de grupos como Stereolab o Broadcast.
En resumen, un disco extraordinario con la capacidad de superar a cada escucha y pegarse al cerebro; el surf se acabó, creo que dijeron, y Brian Wilson y sus adláteres se las vieron y se las desearon para superar ese hito.

domingo, 13 de enero de 2019

Soft Cell: Non-Stop Erotic Cabaret


Año de publicación: 1981

Valoración: imprescindible

Ese hit. Puede que Dave Ball y Marc Almond estén contentos cada vez que les llega la transferencia de royalties, los que les toquen, claro, después de abonar a Gloria Jones, autora de la versión original, su parte, entiendo, también sustanciosa.
Puede que ese dinero haya permitido a Marc Almond toda la clase de caprichos, todos ellos cercanos a lo que vendría a definirse como suicidio comercial en su extensa, fructífera y fascinante carrera artística como solista o neo-crooner o cómo queráis llamarle. Discos con coros rusos, versiones de Brel y Scott Walker, vida de artista decadente al uso (como si lo fuera desde que el dúo se disolvió) incluyendo escarceos con las drogas, graves accidentes de moto, cirugía estética y un entrañable aire de vieja chiflada (el femenino es mío) que fascina a todo el mundo cuando toma el micrófono e interpreta algo de su extenso repertorio.
Ese hit. Puede que se arrepintieran de que, contando con material propio tan potente y personal, sean condenados de forma injusta al cajón, al lucrativo cajón de las one-hit wonder, donde comparten jubilación dorada con especímenes como Sabrina, Patrick Hernández o John Paul Young y del cual, está claro merecen salir a poco que se analice no solamente su obra conjunta (recientemente empaquetada en un recopilatorio de 9 (¡nueve!) CDs, sino su obvia influencia en la configuración como grupo. Cierto es que ya había habido dúos masculinos donde uno se hacía cargo de la cacharrerría electrónica mientras el otro, normalmente con cierto aire histriónico, tomaba la voz cantante. DAF, Suicide, Blancmange... proliferaron después... Erasure, Pet Shop Boys, hasta una ola de alcance que llegaría a los mismos Daft Punk.

Y Non-Stop Erotic Cabaret fue su puesta de largo en una lejana etapa donde los discos grandes eran las apuestas en serio de los músicos, donde demostraban sus capacidades, donde expresaban, puede sonar pedante y gustar o no, su actitud hacia el mundo, su voluntad de encauzar carrera. Un disco que se proclama desde la portada: luz  de neón y sombras, noche y aspecto huidizo. El paquete discreto que Almond no se sabe si extrae u oculta. El propio título ya es una proclama: este es un disco perverso y lúbrico, de vocación nocturna y más tendente a lo cutre que al glamour, empezando por el fascinante sonido que Ball sabe sacar de sus sintetizadores analógicos, como en esa oda a la precariedad llamada Bedsitter, inicio de los tres ases (material propio) con el que el disco se cierra de forma excelsa. Abrir con una canción de aires más cercanos al punk como Frustration no es una elección obvia. Encajar canciones de aires viciosos y desviados, extraordinaria Seedy Films, desconcertante Ses Dwarf, el disco se sitúa en ese territorio intermedio entre las clásicas operas-primas (mirad todo lo que puedo hacer) y la obra madurada y consciente de su importancia. 

Como si de una noche movida fuera de casa se tratara, el disco se cierra (se apaga) con tres composiciones más cálidas, más reposadas. La mencionada Bedsitter, la cabaretera Secret Life con una letra que Bowie hubiera firmado gustoso, y la melancólica, cálida y eterna Say Hello, Wave Goodbye, una delicada bofetada en la mejilla a aquellos que ya decían que con sintetizadores solo podía crearse música fría y maquinal.Un éxito descomunal, un disco histórico y un dúo que ignoró todas las adulaciones para crear la música en la que creían. Dos discos de estudio más, los previsibles encontronazos creativos, y dos futuros dispares. Almond hacia la gloria del artista que enloquece a sus cada vez más menguantes fans, Ball a emerger muy de tarde en tarde en extraños proyectos como The Grid. 
Y la transferencia llegando regularmente.

domingo, 6 de enero de 2019

Arcade Fire: The Suburbs

Año de publicación: 2010
Valoración: muy recomendable

The Suburbs es el tercer disco de Arcade Fire. Está ahí, encajado en el tiempo entre sus dos primeros discos, muy similares en sonido, y los dos últimos, en los cuales la banda ha abrazado las sonoridades electrónicas, con resultados no siempre brillantes. Aunque algunos lo emparentan con Funeral y The Neon Bible, yo diría que se nota que es un disco de transición. 

Una banda numerosa, se entiende, ha de contar con diferentes opiniones y gustos a la hora de definir el sonido. Eso, también se entiende, debería repercutir en una riqueza de criterios, en una cierta disparidad sonora que no va nada mal en los tiempos que corren, donde todo empieza a sonar igual. Este es un álbum variado, un álbum de canciones más bien cortas, un curioso interludio casi pop entre una época indie y una época techno, y contiene algunas canciones emblemáticas de una banda que ya se había ganado su puesto en la mitología alternativa, pero a la que algunos le habían pronosticado un futuro incierto: "acabarán como U2". Yo hubiera añadido: "o peor, como Coldplay".

The Suburbs arranca de forma inmejorable. La canción que abre y da título al álbum es un clásico instantáneo. Un ritmo trotón de aire ligeramente country, tono algo melancólico y estribillo casi pop , perfectamente coreable. Otro himno para las masas, aún con su pequeño defecto: la producción empieza a no dejar espacio para tantos músicos, y en algún momento del disco la inserción forzada de todos los miembros de la banda acaba resultando algo extenuante para el oyente. Son Arcade Fire y su disco más pop resulta ser deudor (quizás inconsciente) de ¡Bruce Springsteen!, cosa que corrobora en una transición memorable la irrupción de Ready to Start, marcada desde el primer momento para protagonizar crescendos en los impecables vivos de la banda. Donde sus primeros discos se habían distinguido por canciones extensas en tonos bastante cohesionados, The suburbs aporta 16 canciones (la última, un fascinante reprise orquestado del tema inicial) donde uno puede encontrarse de todo. Acelerones rítmicos que remarcan la sombra del Boss (Empty Room o Month of May, esta última casi un rockabilly y claramente la peor canción del disco) pequeños guiños a los primeros discos, como Rococo, evocaciones fronterizas cercanas a Neil Young en Wasted Hours y, por supuesto, gloriosos momentos marca de la casa como Sprawl I (Flatland) o We Used To Wait, ambas excelsas y creciendo a cada escucha. Incluso disponemos de Sprawl II (Mountains Beyond Mountains), tardía intervención de los vocales femeninos, homenaje a Blondie y posible adelanto del próximo camino que la banda se disponía a tomar en su siguiente disco.

Un disco que se comprende y se disfruta mejor oyéndolo en su integridad y en su secuencia, sin estar sometidos a la actual disposición de los tracklistings en la era de internet (los hits primero, los experimentos a partir de la segunda mitad de los discos, como dejando que solamente los interesados acaben reparando en ellos). Un tercer disco magnífico de una banda inquieta y, ya entonces,  consciente de las enormes expectativas que sus discos generaban.