Valoración: muy recomendable
Dudo que ese momento regrese, el pop ha cambiado, pero en todo caso sigue siendo una máquina cruel que fagocita estrellas hasta extenuarlas y correr a por las siguientes. Pero cuando Rufus Wainwright publicó Want Two, hace ya casi tres lustros que se han pasado volando, Rufus Wainwright parecía ser omnipresente. Lo acaparaba todo: el aplauso crítico, la respetabilidad relativamente indie, salía en portadas, encabezaba listas, metía alguna canción (aunque fueran versiones) en bandas sonoras, era llamado a participar en homenajes a músicos a los que admiraba. Parecía la esencia de la estrella pop del nuevo milenio, esas estrellas pop cuya obra ya merecía ser analizada en una clave desinhibida, sin pararse a pensar si era de aquí o de allá, sin afirmaciones malintencionadas sobre su figura como icono gay, parándose a comentar como mucho lo de sus escarceos con las drogas y cómo su amistad con Elton John le había ayudado a esquivar ese infierno.
Y había publicado Want One, disco que parecía formar parte de un proyecto que se comercializó así, por separado, siendo Want Two la segunda parte teórica y quizás el disco de la eclosión y por el que Wainwright debería disponer de un pequeño lugar en la historia del pop. Con el enorme problemón de etiquetarlo debidamente. De familia de músicos, Wainwright parecía absorberlo todo para depositarlo en sus discos. Pop puede sonar algo demasiado global, pop barroco como el disco de The Beach Boys que reseñábamos la semana pasada empezaría a ajustarse, pop abigarrado quizás sería excesivo, rock desde luego no, pero ahí hay de todo: esencias clásicas, aires de cabaret torturado, comedia musical, espíritu indie, cantautor comprometido de toda la vida (Cohen, Buckley), aires desinhibidos, tendencia al exceso, al histrión contenido, dentro de una colección de canciones aglutinadas por la precisión técnica y un cierto espíritu dramático y levemente torturado.
Que se abre de forma extraña: Agnus Dei parece estar colocado ahí como una primera barrera ante el oyente, con su aire teatral y casi religioso, con la característica voz de Wainwright (y esa manera de alargar las sílabas levemente reminiscente de Thom Yorke) proclamando lo que parece ser una especie de llamamiento a la reflexión y, de paso, advirtiendo al oyente sobre lo que se avecina: todo está permitido. El salto al pop inmaculado está al lado: The One You Love, proclamada mejor canción del año en alguna lista de prestigio, es perfecta de la cabeza a los pies: los coros femeninos, los arabescos del piano, las transiciones, esa estrofa antes del parón que precede al arranque final, la omnipresencia de la voz de Wainwright, contenida, cercana. Una de esas piezas de orfebrería tan difíciles de encontrar en épocas dominadas por los trucos de producción y la pirotecnia sonora.
Al disco no le faltan momentos brillantes: Gay Messiah resulta curiosa en su mensaje sobre el advenimiento del mesías gay, pero vuelve a colarse como lo que es: una gran canción que simpatiza con el oyente y empieza a abarcar conceptos y estilos, desde su fraseo de guitarra hasta su arranque gospel. En Art Teacher, piano solo y portentosos vocales grabados en vivo, se encarna en una chica enamorada de su profesor de arte. Y parece fusionar folk en la excelente Hometown Waltz, con aires de New Orleans, o tomar caminos de sonata en This Love Affair, con su aire ligeramente trágico. Un disco rico, quizás en exceso, y una carrera que entró, en el curso de unos años a continuación, en una vía de desorientación constante, un auténtico desafío al público general que le abrazó por la accesibilidad de discos como este y al que, claro, se le exigió demasiado con discos de piano solo, discos musicando sonetos de Shakespeare, experimentos operísticos... muchos de los gérmenes de esos proyectos futuros pueden estar, claro, en Want Two.
Pero esto del pop ya sabemos cómo va.
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