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domingo, 10 de mayo de 2020

Kraftwerk: The Man-Machine

Año de publicación: 1978
Valoración: imprescindible

No ha sido una buena semana. El lunes supimos del cierre de la revista ROCKDELUX, tras 36 años de historia y con el golpe final de la desaparición de los anuncios de los grandes eventos musicales (que han ido siendo anulados uno tras otro, el último de cierta relevancia siendo el Sónar 2020) que debían ser su precario sustento en estos últimos años en que la publicación era prácticamente contenido en su integridad, sin apenas publicidad, no hacía presagiar nada bueno. Demasiado complicada la situación para un medio prácticamente atrincherado en la coherencia y sin apenas concesiones, tan pocas que incluso éstas eran criticadas, una especie de Biblia musical, seguidora de la mítica Vibraziones y del irregular Rock Espezial, sin duda la publicación musical que ha marcado más a una generación de adictos a las corrientes musicales contemporáneas.
Creo que le debieron un portada a Billie Eilish, en todo caso.
Y a renglón seguido, la muerte a los 73 años de Florian Schneider, miembro fundador y hasta el último momento de Kraftwerk, lo cual le convertiría en una sencilla operación matemática en una de las cuatro personas más influyentes de la historia de la música electrónica y en una de las veinte más importantes de cualquier estilo musical con cierta relevancia universal.
The Man-Machine se publicó en 1978, en plena convulsión punk y a continuación de otra obra totémica, Trans Europe Express y es un disco absolutamente clásico desde su portada, otra vez el cuarteto posando esta vez uniformado, en un imagen cuyas líneas diagonales y tonalidades evocan levemente el constructivismo, los cárteles de propaganda de la Bauhaus, cierta coartada ligeramente totalitaria, y que tiene una cierta perspectiva nada asimoviana sobre la cuestión del ensamblaje entre máquina y hombre. Treinta y seis minutos y seis canciones, el disco es enormemente coherente con su obra anterior aunque no gravita tanto en torno a un tema como el anterior, se abandonan ciertos aires clásicos y se asimila más iconografia pop (en algún momento parecen estar suministrando eventuales bandas sonoras a los primeros juegos arcade) lo cual no deja de ser un aspecto más de evolución, pero el disco contiene ciertos aspectos irónicos muy poco teutones y en todo momento prevalece un cierto to no lúdico. En todo caso, Spacelab, con su obvia influencia de los experimentos que Giorgio Moroder, representa un escandaloso avance, por diez años o así, que los músicos del techno de Detroit acabarían devolviendo, Metropolis o The Robots serían usados hasta la extenuación para dar fondo sonoro a cualquier imagen futurista o tecnológica y, en una especie de ajuste de cuentas cargado de simbolismo, la breve pero intensa apoteosis del synth-pop y el movimiento new-romantic  resucitaría, tres años más tarde, The Model, convirtiéndola no solo en su improbable máximo hit en las listas, sino en el paradigma de la integración entre pop y sonidos sintéticos: una canción perfecta, inagotable, un especie de emblema inigualable para el futuro.

domingo, 21 de julio de 2019

The Human League: Reproduction


Año de publicación: 1979

Valoración: muy recomendable

Desde el propio concepto subliminal de la combinación portada-título, uno no puede dejar de calificar cierta actitud en este disco como ligeramente ingenua. Incluso entrañable. Estamos en 1979 y el punk ha empezado a dejar un residuo más palpable en la actitud que en el sonido. No se trata tanto de ponerse una chaqueta raída para salir a la calle a asustar a las ancianas como de suscribir algo los planteamientos intelectuales implícitos. Hagamos cosas y hagámoslas nosotros sin estar pendientes de la aprobación, del beneplácito. 
The Human League estaban a un par de años de ser un acontecimiento global, de incorporar a dos atractivas chicas como asistentes vocales de la voz ligeramente plana y marcial (pero absolutamente distintiva) de Philip Oakey, de emular la tipografía de las portadas de Vogue para su esplendoroso tercer disco. Pero en 1979 aún sonaban tan encantadoramente amateurs, con dos tipos como Ian Craig Marsh y Martyn Ware, que abandonarían más tarde la banda para crear un combo de synth-funk-pop  llamado Heaven 17, con ese sonido tan analógico que tiene esa capacidad de transportarnos al oxímoron de un pasado de aromas futuristas. 
Reproduction, disco de debut publicado en Virgin, cumple con las expectativas propias, incluyendo alguna concesión bastante chocante, como la glacial versión de los Righteous Brothers con la que parecen rendir culto al pasado, quizás algo forzada al convivir con canciones de títulos amenazadores como Circus Of Death, obvia influencia en el último disco de LCD Soundsystem, guiños ("No future, they say) a la oleada punk que aún coleteaba, en  Blind Youth, o alegorías marciales como la impetuosa y kraftwerkiana Empire State Human. No es que se trate de un trabajo conceptual, las nueve canciones del disco son más bien un catálogo de aptitudes del grupo, curiosamente unitario en lo sonoro, dominado por los números vocales pero con una fuerte carga instrumental, con intros de aires cósmicos y trascendentes y colofones de acelerón tan nihilista como nostálgico, en Zero As A Limit.
Este disco, así como Travelogue como socio casi obligatorio, puede que no sea el clásico arrasador o innovador (entre otras cosas porque el Reino Unido de la época era un bullidero de ideas) ni el disco que uno llevara a una isla desierta. Es breve, algo gris en lo sonoro, casi ingenuo en su apuesta intelectual de aires entre fatalistas y distópicos, representa a la perfección esa época pre-tantas cosas en las que los músicos inquietos no estaban arrinconados por la industria en los confines de la autoedición y el submundo de las etiquetas de género


domingo, 7 de abril de 2019

La Casa Azul: La gran esfera

Año de publicación: 2019
Valoración: Muy recomendable

Ocho años han pasado desde la publicación de "La polinesia meridional" y veinte desde aquel mini-LP de carátula naif titulado "El sonido efervescente de La Casa Azul". Es hora de dejar definitivamente atrás etiquetas peyorativas como "tontipop" y similares. Ya no hay Tang de naranja ni colajet de limón, en lugar de un "hola" por primera vez hay un "adiós"  tal vez definitivo y el hedonismo post-adolescente ha dado paso a crisis de pareja, problemas de salud y "saltos a la fama", Eurovisión y OT mediante. Nada es lo mismo y ni siquiera las ganas de saltar y bailar gracias a temas que deberían "petarlo" en cualquier pista de baile logran ocultar que "va a costar hacer ver que no hay dolor, que todo sigue igual, esconder los desperfectos y disimular".

Eso es lo que más llama la atención de este "La gran esfera": el contraste entre música y letras, su carácter casi bipolar. Letras y música transitan por caminos diferentes. Títulos como "El final del amor eterno", "Ataraxia" "El colapso gravitacional" o "Nunca nadie pudo volar" indican por dónde irán los tiros: monotonía, crisis de pareja, ganas de vivir otra vida, etc.
Tú y yo, ¿recuerdas cómo rodábamos por las laderas?
Tú y yo, ¡cómo volábamos libres por la estratosfera!
Tú y yo, Y ni siquiera intuíamos la posibilidad
de que aquella luz, aquella claridad
fuera efímera y pasajera
Por el contrario, la música de "La gran esfera" quizá sea la más directa, alegre y bailable de toda la discografía de Guille Milkyway, como si fuese casi la única manera de enfrentarse y superar la adversidad. La música "mineralizada y ultravitaminada" como antídoto contra la cotidianeidad, en sentido negativo, de las letras. 

Por cada entero de alegría y color,
semanas y semanas de letargo feroz

Decía al comienzo de la reseña que ya nada es lo mismo. Musicalmente tampoco. Es cierto que el cambio ha sido progresivo, pero las canciones de La Casa Azul son cada vez menos pop (no en espíritu, ojo) y más electrónicas y abigarradas, aunque sin perder nunca esas influencias "setenteras" o de la música soul que siempre han caracterizado a La Casa Azul.  Pese a todo (o precisamente por todo) lo anterior, practicamente las diez canciones de "La gran esfera" son potenciales singles y temas como "Nunca nadie pudo volar" o "Hasta perder el control" deberían reventar cualquier fiesta que se precie.

En resumen, aunque hayamos tenido que estar ocho años contentádonos con adelantos varios y demás, creo que la espera ha merecido la pena. No sé si este es el mejor disco de La Casa Azul (si no lo es, se le acerca mucho), pero sí que es el disco de madurez de un músico muy personal.

domingo, 17 de febrero de 2019

The The: Soul Mining

Año de publicación: 1983
Valoración: muy recomendable

Como le pasaba al sello Mute gracias a los bombazos comerciales de Depeche Mode (y, más tarde, de Erasure), solamente el éxito de Soft Cell, mejor dicho, de Tainted Love puede explicar que Stevo, manager de Some Bizzare, convenciera a Epic para publicar un disco tan extraño como Soul Mining. Y debemos dar las gracias: desde su portada reconocible hasta el arranque con el ritmo crudo, agresivo, árido, con el que se inicia I've Been Waitin' for Tomorrow (All of My Life)nos encontramos ante un disco único, confiado, vehemente, de esos discos que cuesta concebir se publicaran con una cierta repercusión hace más de 30 años, solo concebibles en un contexto de creatividad chispeante y con un público receptivo y ávido de actuar como receptáculo de innovación y experimentos.

1983 era, aún un tiempo en que este escenario era posible. Y The The era, casi, un proyecto personal de Matt Johnson, aunque contara con la ayuda de músicos de la estela experimental (Thomas Leer o Jim Thirlwell), Johnson, pose algo errática, voz profunda con una pulsación tenuemente agresiva, problemas (aspecto muy frecuente en la época) de diversas adicciones, gusto por los instrumentos poco convencionales (flauta, acordeón) en general, un espíritu aguerrido y reivindicativo de sonoridades cuyas influencias resulta difícil detectar, no son claras, no son evidentes, así que sí, The The, representaban una novedad, una llamada de atención en medio de un movimiento, el synth-pop, consecuencia de otro, la new wave, a su vez continuación del after-punk, que ya sabemos, me seguís, de que era "after". El synth-pop, por eso, ya había entrado en franca remisión, rápidamente asimilado por el mainstream, y 1983 era una especie de pandemónium donde se mezclaba todo tipo de tendencias, incluyendo a los músicos denostados por el punk intentando reciclarse, un melting-pot musical que podía incluir a los Style Council, los Simple Minds, Frankie Goes to Hollywood, la efervescencia del heavy-metal como reivindicación del sonido de guitarras, y un extenso etcétera donde la máxima parecía ser que todo el mundo podía encontrar su público, vender sus discos, obtener sus minutos en algún programa de TV, hacerse célebre.

Soul Mining es un emblema de esa abigarrada mixtura: This is The Day, mid tempo que aún hoy suena fresco y optimista, con su acordeón (sustituído en algunas grabaciones por una armónica) y su progresiva entrada (algunas canciones surgen del silencio), melodía dulce, contrasta con The Sinking Feeling, más acelerada, como si fuera un himno after-punk despojado de flecos, oscuridad y distorsión (curioso, retrospectivamente me doy cuenta de que la voz de Johnson, marcial, cortante, conserva algunas reminiscencias de la de Ian Curtis, y de que la guitarra parece anticipar sonoridades de The Cure), Soul Mining, la canción, parece incluir un estribillo tarareable como si fuera una de esas canciones de acampada, cuando el disco no puede sonar más urbano, y claro, el disco contiene uno de los emblemas de la carrera del grupo, la monumental Uncertain smile, aquí en su versión corta pero completamente imprescindible en su versión de 12", con sus oleadas de cuerdas, el ronroneo vocal de Johnson y ese piano esplendoroso que la cierra, que ahora me he enterado de que fue cortesía de Jools Holland, nada más y nada menos. Que viene a ser una especie de espectacular y perfecto cierre de círculo. La escena británica de los efervescentes primeros años de los 80 era un enorme hervidero de influencias y evolución de las tendencias en el que es posible que existieran, dónde no, la competitividad, los celos, las envidias, pero esa mezcolanza aportó un plus de creatividad, de osadía, de desvergüenza que ahora, en una escena dominada por apenas tres o cuatro tendencias cerradas en sí mismas, deberíamos echar de menos.

domingo, 13 de enero de 2019

Soft Cell: Non-Stop Erotic Cabaret


Año de publicación: 1981

Valoración: imprescindible

Ese hit. Puede que Dave Ball y Marc Almond estén contentos cada vez que les llega la transferencia de royalties, los que les toquen, claro, después de abonar a Gloria Jones, autora de la versión original, su parte, entiendo, también sustanciosa.
Puede que ese dinero haya permitido a Marc Almond toda la clase de caprichos, todos ellos cercanos a lo que vendría a definirse como suicidio comercial en su extensa, fructífera y fascinante carrera artística como solista o neo-crooner o cómo queráis llamarle. Discos con coros rusos, versiones de Brel y Scott Walker, vida de artista decadente al uso (como si lo fuera desde que el dúo se disolvió) incluyendo escarceos con las drogas, graves accidentes de moto, cirugía estética y un entrañable aire de vieja chiflada (el femenino es mío) que fascina a todo el mundo cuando toma el micrófono e interpreta algo de su extenso repertorio.
Ese hit. Puede que se arrepintieran de que, contando con material propio tan potente y personal, sean condenados de forma injusta al cajón, al lucrativo cajón de las one-hit wonder, donde comparten jubilación dorada con especímenes como Sabrina, Patrick Hernández o John Paul Young y del cual, está claro merecen salir a poco que se analice no solamente su obra conjunta (recientemente empaquetada en un recopilatorio de 9 (¡nueve!) CDs, sino su obvia influencia en la configuración como grupo. Cierto es que ya había habido dúos masculinos donde uno se hacía cargo de la cacharrerría electrónica mientras el otro, normalmente con cierto aire histriónico, tomaba la voz cantante. DAF, Suicide, Blancmange... proliferaron después... Erasure, Pet Shop Boys, hasta una ola de alcance que llegaría a los mismos Daft Punk.

Y Non-Stop Erotic Cabaret fue su puesta de largo en una lejana etapa donde los discos grandes eran las apuestas en serio de los músicos, donde demostraban sus capacidades, donde expresaban, puede sonar pedante y gustar o no, su actitud hacia el mundo, su voluntad de encauzar carrera. Un disco que se proclama desde la portada: luz  de neón y sombras, noche y aspecto huidizo. El paquete discreto que Almond no se sabe si extrae u oculta. El propio título ya es una proclama: este es un disco perverso y lúbrico, de vocación nocturna y más tendente a lo cutre que al glamour, empezando por el fascinante sonido que Ball sabe sacar de sus sintetizadores analógicos, como en esa oda a la precariedad llamada Bedsitter, inicio de los tres ases (material propio) con el que el disco se cierra de forma excelsa. Abrir con una canción de aires más cercanos al punk como Frustration no es una elección obvia. Encajar canciones de aires viciosos y desviados, extraordinaria Seedy Films, desconcertante Ses Dwarf, el disco se sitúa en ese territorio intermedio entre las clásicas operas-primas (mirad todo lo que puedo hacer) y la obra madurada y consciente de su importancia. 

Como si de una noche movida fuera de casa se tratara, el disco se cierra (se apaga) con tres composiciones más cálidas, más reposadas. La mencionada Bedsitter, la cabaretera Secret Life con una letra que Bowie hubiera firmado gustoso, y la melancólica, cálida y eterna Say Hello, Wave Goodbye, una delicada bofetada en la mejilla a aquellos que ya decían que con sintetizadores solo podía crearse música fría y maquinal.Un éxito descomunal, un disco histórico y un dúo que ignoró todas las adulaciones para crear la música en la que creían. Dos discos de estudio más, los previsibles encontronazos creativos, y dos futuros dispares. Almond hacia la gloria del artista que enloquece a sus cada vez más menguantes fans, Ball a emerger muy de tarde en tarde en extraños proyectos como The Grid. 
Y la transferencia llegando regularmente.

domingo, 9 de diciembre de 2018

The Cure: Seventeen seconds

Año de publicación: 1980
Valoración: muy recomendable

Hace muy pocos días leí, no me preguntéis dónde que entre tanta web y tanto link uno se olvida, que Robert Smith, líder y vocalista de The Cure, en la sesentena, dice que su vida en un pueblo de Inglaterra es "aburrida". Me lo imagino ante el espejo de su cuarto de baño planteándose cada mañana, no muy pronto, puede permitirse no madrugar, si cardarse el pelo, vestirse íntegramente de negro y pintarse la raya de los ojos o afrontar el día a día con la normalidad y el relativo anonimato de una influyente estrella de la música entre la espada y la pared de la comodidad de los royalties y la estupefacción ante el ocaso creativo y el inexorable relevo generacional, rapidísimo en la música actual.
Pero no hace tanto que Smith fue el icono de un poderoso movimiento que se resiste a desvanecerse. Aún hoy ese adjetivo "siniestro" le debe mucho de su carga estética y las tribus urbanas, esas que suelen reunirse en las ruinas de lo que eran las antiguas zonas de tiendas de discos, no serían lo que son sin su legado estético.
Y claro, el musical. Seventeen seconds es el segundo disco de la formación, estamos en 1980, la escena británica está dominada por el after-punk y esa etiqueta acoge de todo. Desde remiendos de advenedizos como The Police hasta multitud de propuestas evolutivas del espíritu punk pero más abiertas en lo sonoro. Madness, The Jam, Ian Dury, The Clash o Joy Division conviven en un bullidero de ideas dispares donde parece haber sitio para todos, y encima tenemos una efervescente escena al otro lado del Atlántico, con Blondie, los Talking Heads, los sobrevalorados Ramones...
En fin. Siguen los ingleses anclados a las guerras Beatles/Stones o Blur/Oasis y a lo mejor habían de rememorar más la efervescencia reactiva al thatcherismo y a la guerra de las Maldivas.
Este es un disco glorioso con un sonido definido a la perfección. Producido por Mike Hedges, uno de esos oscuros arquitectos de estudio que ha pasado desapercibido y que diseñó el sonido del grupo (y de sus dos discos posteriores, Faith y Pornography) otorgándole ese aire alienado: guitarras en primer plano, sonando poco electrificadas, bajo tendente al burbujeo, voz ecualizada (Smith no era una prima-donna) en un plano bastante discreto, casi atrás del todo, teclados mucho más importantes de lo que parecían a primeras. Es un disco, en cierto sentido, casi conceptual, donde cuesta destacar una canción de entre las que integran sus escasos treinta minutos. Quizás las que más se erigieron en futuros clásicos de la banda fueron A Forest Play for todaypero aislarlas rompe su unidad. Canciones cortas, esquematizadas, práctica ausencia de estribillos, con ritmos de aire maquinal (cuando los hay: el primer tema del disco es una inquietante instrumental de aires gélidos) y muy a juego con el tono borroso de la portada. Fraseos que entran tarde, que entran cuando el desarrollo instrumental ya ha definido toda la estructura, parecen más bien chillidos de toque de atención, todo muy abstracto pero a la vez sonoramente evocador e irresistible. Esos huecos, ese aire minimalista, proclamaba algo desde el trasfondo: no somos grandes instrumentistas, no somos virtuosos, queremos ser escuchados, aportamos algo nuevo. Y era así: The Cure, sobre todo en esa trilogía de discos con su logo en una perspectiva levemente reminiscente de Star Wars, eran una banda de vanguardia, una banda innovadora, que aprovechaba las urgencias del mensaje punk para crear algo nuevo. Obviamente influida por las corrientes mas recientes, el Bowie de Low, las corrientes del after-punk más proclives a lo tecnificado, como A certain Ratio o Joy Division, pero conscientes de que su sonido no era, precisamente, algo orientado a las masas, o sea, inconscientes de que algo iba a suceder en el futuro, de que algún día llenarían estadios e influirían en millones de jóvenes en lo estético, inconscientes, claro, de que algún día incorporarían vientos y aires pop casi campestres a alguna de sus canciones.
Seventeen seconds es un disco oscuro: no opresivo, no asfixiante, de una oscuridad suburbial más que urbana. Más de polígono industrial que de avenida transitada, más de puerto de contenedores que de puerto deportivo. Un embrión de lo que estaba por venir, y que aún suena fresco y audaz, casi cuatro décadas más tarde.

domingo, 10 de junio de 2018

Family: Un soplo en el corazón

Año de publicación: 1993
Valoración: Imprescindible

Año 1993, Donostia, una fotografía borrosa tomada en la playa, dos nombres (Javier Aramburu e Iñaki Gametxogoikoetxea) y un disco inolvidable que, a la postre, sería el único disco del dúo. Y tal vez fuera mejor así porque me resulta difícil creer que hubieran podido hacer otro disco a la altura de "Un soplo en el corazón".

No me enrollo más. Decía que estamos en el año 1993. Son los albores del Donosti Sound y grupos como La Buena Vida o Le Mans ya andan haciendo sus pinitos por ahí. La melancolía y el "clasicismo" de su sonido y el tono naif de sus letras son sus principales señas de identidad. En en ese contexto en el que se publica este disco, llamado a ser uno de los discos fundamentales del "indie" en español. 

Desde luego que "Un soplo en el corazón" está emparentado con los primeros discos de La Buena Vida, de Le Mans o con los discos de Aventuras de Kirlian, pero hay alguna pequeña diferencia.

Para empezar, en "Un soplo en el corazón" los sintetizadores tienen un peso fundamental y llegan a imponerse por momentos a las guitarras que tanto abundan en el disco. De hecho, podríamos encuadrar este disco dentro de la categoría "tecno-pop" y sus influencias lo acercan más a discos de New Order o los Smiths que a los de los Beatles o los Beach Boys. Es, en ese sentido, un disco algo más "moderno" sin perder un ápice su carácter atemporal.

Además, las letras de Family, manteniendo ese toque naif, son mucho más poéticas. Su capacidad de sugerir imágenes es infinitamente mayor que la de otros grupos de su época y entorno. Cierto es que a estas alturas de la vida nos damos cuenta de que las letras, en ocasiones, bordean lo "cursi" o lo "ñoño", pero hay algo que las salva, algo en la voz de Aramburu (me recuerda tanto a un Morrisey sin el ego de Morrisey!) y en las elegantes melodías que hacen que no desentonen para nada en el conjunto. Ahí va algún ejemplo:
"Dibújame una noche llena de cohetes naranjas. Yo te daré las estrellas y tu las pintarás de plata. Píntalo todo de plata si nos vas a dejar"
"Volverá con su piel color membrillo bordeando en equilibrio toda la piscina por amor"
Si nos centramos en los 14 temas que componen el disco, hay algunos que son verdaderos himnos: "Nadadora", "El buen aviador", "Dame estrellas o limones" y, sobre todo, "Viaje a los sueños polares" son temas que creo que jamás me cansaré de escuchar y que deberían figurar en cualquier antología sobre el POP de los 90. Son canciones de apenas tres minutos, preciosas tanto en sus melodías como en sus letras. Vamos, la definición perfecta de la canción pop.

Pero no quiero centrarme en las canciones. Prefiero quedarme con el tono general del disco, con las sensaciones que trasmite y las imágenes que sugiere. En mi caso, siempre me devolverán a la adolescencia y "primera juventud", a las grises tardes de frío y lluvia en las que discos como este aún tenían la capacidad de hacerte reir, saltar o bailar, de detener el mundo y llevarte lejos, a sitios como "el fondo de ese mundo del que me has hablado tanto, paraíso de glaciares y de bosques polares, donde miedos y temores se convierten en paisajes de infinitos abedules de hermosura incomparable... DONDE SIEMPRE TE QUERRÉ".