domingo, 28 de noviembre de 2021

Arcade Fire: Funeral


Año de publicación: 2004

Valoración: muy recomendable

En 2004 y en el mundo de la época en lo concerniente a la música (el anterior a Drake o a Justin Trudeau), Canadá era un origen casi ignoto, representado por cantautores vagamente relacionados (Cohen, Mitchell, Wainwright) que siempre parecía que tenían que acabar en Nueva York para apuntalar su estrellato. Por lo cual el impacto de una banda como Arcade Fire fue mayúsculo. Su propia escenografía ayudaba lo suyo: un montón de componentes en un escenario siempre atiborrado, instrumentos exóticos (violines que parecen más bien llamarse fiddles), aunque el paso del tiempo definiera un incuestionable liderazgo, el del hombretón Win Butler y su ya esposa por entonces Régine Chassagne, parecían la excusa perfecta para lo que acabaron haciendo, de alguna manera: redefinir el indie y alejarlo de ciertas premisas sonoras.

Porque lo que ejemplifica la música de Arcade Fire es, por encima de todo, su intensidad, su transversalidad sin perder un ápice de patina de auténtico, esa especie de indefinición de no sonar muy americanos pero tampoco europeos. Su debut, este glorioso Funeral, representa el primer portazo de una carrera que (tras el muy desorientado Everything Now) parece hallarse hoy en una especie de periodo de reflexión. Un disco del que cuesta destacar canciones (de hecho, cuatro de las cinco primeras del disco parecen conformar una especie de opus tras el título común de Neighbourhood #1 a #4) pero que sabe conjugar influencias tanto alternativas como algo mainstream y acabar sonando nuevo. Porque está claro que la banda, o algunos de sus muchos miembros, se había criado en una mezcolanza que incluiría desde Bruce Springsteen a los Talking Heads, desde el grunge a U2, todo ello filtrado convenientemente con sonidos electrónicos en boga y, pero esto es mi teoría, el krautrock. Sonando, eso sí, por encima de todo como una banda de guitarras (aquí hay riff a diestro y siniestro, Win Butler demuestra ser un guitarrista muy eficaz) que usa violines y teclados para apuntalar las texturas, sin miedo a que en momentos tomen protagonismo.

Suenan, en un disco de debut, contundentes sin buscar agresividad, matizados y sin miedo a acometer canciones más reflexivas, intensos sin perder frescura, ligeramente desquiciados sin mostrar histeria sonora, todo está en ese fascinante territorio fronterizo que permite matices y crescendos casi maquinales sin llegar a explotar el recurso de aturdir al oyente. Y todos los instrumentos aportan sus detalles, incluso Butler cede, se transformaría en una costumbre en la banda, el protagonismo vocal a Régine en un momento clave del disco como es la última canción. Todos esos matices aún resuenan: discos como el último de Phoebe Bridgers muestran sus resonancias. Alguien dijo de Arcade Fire que podían acabar como U2 (cumpliendo cada cierto número de años con discos intrascendentes que no aportan más que alimento para giras), pero eso fue bastante después de este esplendoroso primer disco.


domingo, 21 de noviembre de 2021

Yin Yin: The Rabbit that hunts Tigers


Año de publicación:
2019

Valoración: bastante recomendable

Mis experiencias con la música procedente de Holanda (o los Países Bajos o como se le llame ahora) son limitadas. Apenas a oídas sé que Tony Ronald (una viejísima gloria del pop hortera de los 70) o los Gruppo Sportivo (un combo new wave de nulo atractivo sonoro, como unos B-52s que se han criado en el Barrio Rojo de cualquier ciudad centroeuropea), aunque puede que alguno de los DJ con apellido Van cuyas sesiones de trance solía comprar - que no escuchar - en los 90 fuera de Groningen o de Amsterdam. Perdonad que no lo mire ahora, que hay prisa.

En todo caso, que la primera aportación de dicho país a este blog sea este disco no deja de ser adicionalmente bizarro. Pues Yin Yin es un quinteto liderado por dos holandeses establecidos en USA que se dedica al rock instrumental con referencias orientales. Toda una mezcla de componentes, prácticamente todos, fuera de toda conexión con la actualidad. Porque el rock, por mucho que se obstinen los ingenuos y que sus intenciones sean loables, en su sentido original, ya no tiene otra salida que la autoalimentación y la nostalgia, lo instrumental es, en esencia, poco radiable o streamable y lo oriental ya apesta de tan trillado. En este sentido, mi única crítica frontal a este The Rabbit that hunts Tigers es la inclusión del famoso speech de Bruce Lee, el de be water my friend, como si los músicos fueran tan jóvenes para desconocer que hasta el capitalismo salvaje se apropió del mensaje para vendernos algo. Creo que coches. Perdonad que no lo mira ahora, que hay prisa.

Indudablemente tal osada apuesta estilística hay que aplaudirla y respaldarla, aunque no sea estrictamente original en sus componentes, y aunque las influencias asomen tras cada canción, y el sorprendentemente cohesionado disco (disponible en Youtube: aquí) vaya destapando toda clase de alegorías veladas. Por suerte no hay alusiones a las artes marciales, a los pesados machistas del Tibet, a las tonterías espirituales de los del té y las magdalenas ni al K-Pop. O sea, se trata de un disco más que digerible que no juega a ser muzak aunque a veces lo parezca. Pero puede interesar a un amplio rango de oyentes: desde los trémolos deudos de los Shadows hasta alguna reminiscencia de los Cure de la primera época, la obvia psicodelia de los Doors, actualizada en algunos de los devaneos más enloquecidos de Air, pasando por muchos otros rangos, todo asoma ahí de una manera u otra, y Yin Yin parecen conectar de otra manera, sin excederse - salvo por algún título incluyendo el del disco - ni cargar demasiado las tintas. O sea, no parece que vayan a servir de hilo musical a ningún restaurante alternativo donde sirvan chop suey. Si la frescura sirve de algo hoy en día, aunque sea una frescura más ingenua que irreverente, un disco que merece la pena explorar.

domingo, 14 de noviembre de 2021

k.d. lang: Shadowland


Año de publicación: 1988

Valoración: muy recomendable

k.d. lang (así, en minúsculas) se convirtió de la noche a la mañana en una celebridad cuando, con un calculado look andrógino heredero de Chet Baker o  Chris Isaak (al que por cierto versionea en la canción que abre el disco) publicó este brillantísimo debut sin incluir material propio. Avalado por la muy brillante producción de Owen Bradley (al parece, una leyenda de la escena country), el disco dejó pasmado a la crítica, poco acostumbrada a que en un mundo tan conservador como el de ese género, una canadiense abiertamente lesbiana (casi una profanación hace apenas tres décadas) adquiriese tal protagonismo.

Lo hizo, por supuesto, gracias a su prodigioso tono vocal: grave, profunda y poderosa, de una exactitud casi incómoda, el disco se divide, desde la perspectiva de su irrupción en la escena pop (más tarde artistas como Shania Twain o Taylor Swift harían ese tránsito), en dos grupos de canciones claramente diferenciados. Cuando la cantante se decide por el arrebatado downtempo de las torch-songs, es simplemente irresistible, alcanzando, y mucha culpa de ello lo tiene la, repito, excelsa producción, cotas absolutamente gloriosas, que acaparan el disco y lo convierten en puro deleite, y uno imagina una suntuosa diva con un vestido ajustado, pero no: Busy Being Blue, en una toma ajada por los años, muestra una cantante segura y desinhibida en un rol equívoco y chocante, más cerca de la escena alternativa que del rancio y extraño mundo de las praderas, los rodeos y las camisas de cuadros. Como si fuera un precedente del universo turbio de Twin Peaks o Fargo, su mera voz acometiendo clásicos como Shadowland o  Black Coffee tenía una capacidad de transmisión descomunal. Por otro lado, los tiempos rápidos ya desentonaban más: alguna de esas canciones (en especial un bastante repulsivo medley) justifican el uso del skip.

Poco más: la artista intentó, merced al prestigio obtenido, escorarse hacia el pop adulto. Pero el material propio no tenia tanta entidad. Aún así, consiguió que los Rolling Stones le pagaran royalties cuando se apropiaron del estribillo de uno de sus éxitos menores. Su progresivo confinamiento en el submundo tuvo pequeños destellos completamente discordantes en 1993, protagonizó un momento icónico en un esplendoroso dúo con Andy Bell de Erasure en No More Tears, que a la postre se publicó producido por Stephen Hague. Quizás un universo demasiado alejado de sus planteamientos iniciales, que puede explicar su languidecimiento. Aún así, Shadowland es un magnífico disco.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Soft Cell: The Art of falling apart

Año de publicación: 1983

Valoración: muy recomendable

El arte de desmoronarse: glorioso y premonitorio título para el segundo disco de un dúo que estaba en ello. Engullidos seguramente por el abrumador éxito de su adaptación de Tainted love (junto a Don't you want me y Enola Gay, el exiguo legado para las radiofórmulas de que alguna vez existió el synth-pop), y con el interludio del disco de mixes Non stop ecstatic dancing. el grupo entrega un segundo disco de estudio que representa una evolución sin ruptura pero una constatación de que sus intenciones (las de Almond, al menos) eran firmes. Aquellos dos estudiantes de arte querían iniciar una carrera. Y este disco no contiene hits ni metralla para la pista. Ni siquiera recrea el ambiente algo frívolo y muy canalla de canciones anteriores como Seedy films o Sex dwarf. 

Todo se ha matizado y el disco es extrañamente cohesivo. Apenas dos detalles que lo puedan emparentar con su debut: iniciarlo con una canción teóricamente menor, donde antes hablaban de frustración en Forever the sam e se habla de rutina, y las canciones comparten tonalidad, duración (entre cuatro y cinco minutos, válidos para el pop pero poco amigables para la radio), y quizás Loving you, hating me, con su mid-tempo y su tensión dramática, pueda sonar a un intento de revalidar la épica de Say hello, wave goodbye. El avance sonoro es evidente, la producción ya elude el encantador aspecto precario anterior y todo suena sólido y poderoso. Quizás ese sea el problema. Parecían no tener problema con lo sórdido y amateur y The Art of falling apart parece maduro y meditado. 

Pero no hay que obsesionarse con esa comparación, ya que el disco contiene algunas de las mejores canciones de la banda. Where The Heart Is conserva cierto encanto homemade y su avance melódico combina esa agridulce cualidad ligeramente melancólica. Almond cantaba cada vez mejor y eso relegaba a Ball a un segundo plano cada vez más lejano. Numbers (aquí en su excelsa versión extendida) tiene algo de himno generacional, y desde luego un arreglo de cuerda como el que arropa la exquisita Kitchen Sink Drama hubiera sido imposible concebirlo sin los royalties de su debut. No puede decirse que esas tensiones, las que hicieron que su tercer LP (el bizarro This last night... in Sodom) se publicara con el dúo ya disuelto, afecten en lo sonoro. El disco sigue siendo un muy notable segundo disco de carrera, y sus canciones aportan a su legado, más influyente de lo que parece, a lo cual seguramente haya contribuido la muy sólida carrera en solitario de Almond. En todo caso, muy disfrutable y una absoluta bofetada a los ignorantes que los califican de one hit wonder.