Valoración: muy recomendable
Hay una máxima que dice que las muertes prematuras son el pasaporte idóneo para el Olimpo del rock. Con escarapela, si esa muerte se sucede de cualquiera de las dos formas siguientes, perfectamente combinables entre sí: suicidio, o resultado o consecuencia de algún severo exceso en el uso de substancias asimilables a cualquier adicción. Valen pastillas, alcohol, drogas por cualquier vía y vale cualquier vía en que este abuso se manifieste. Los medios hablarán de trágica desaparición de un talento que solo había empezado a dar sus frutos. Los directivos de tu discográfica hablarán de dónde cojones metieron los master de las atroces sesiones de tus primeros discos.
Pues bien: los Manic Street Preachers (empleo el sujeto de una forma retórica) dieron una vuelta de tuerca a esa teoría. Richey James Edwards, alias Richey Manic es, empleemos ese presente esperanzado que niega la evidencia, uno de los desaparecidos célebres del rock. Habrá otros, claro, Syd Barrett, por ejemplo, cerebro machacado por el abuso del LSD, pero de él se sabe al menos que aún existe. Pero no recuerdo otro caso igual. No así Richey Manic; lo último que se supo de él fue que en 1995 su coche apareció abandonado en las cercanías de uno de esos típicos parajes (un puente, un acantilado, qué fuerza poética la de imaginar su cuerpo arrastrado por las corrientes antes de haberle dado un zarandeo contra los pedruscos azotados por la mala mar) preferidos por los suicidas. Así que puede que optara por desaparecer o que fuera pasto de los peces del Atlántico. C’est la vie. Sus motivos tendría: a pesar del enorme éxito comercial del grupo, la crítica se negaba a otorgarles el reconocimiento de la autenticidad. En el rock de los 90 y en UK eso era muy jodido. Vale que los medios de la época (NME y Melody Maker en la lejanísima época en que protagonizaban una paródica enemistad como semanarios musicales dedicados a entronizar por los primeros discos a las mismas bandas que luego vapuleaban por los segundos) se habían hecho eco de su éxito. Y Richey Manic, y eso el que escribe lo vivió muy en directo, se cortó, ante el periodista Steven Lamacq, escribiendo con incisiones en su brazo izquierdo "4 REAL", le dieron veinte puntos o así, se hizo la famosa foto, vendas atrapadas entre los dedos, rimmel en la mirada desafiante, y parece que ni eso fue suficiente.
Y el grupo, los tres compañeros que quedaron, tuvieron que reaccionar. Y Everything must go fue su cuarto disco y las tres fotos de los tres deudos eran contundentes desde la portada y desde el propio título. Nada de recomponerse y cambiar de nombre, nada de regocijarse en el duelo. No sé si el disco les salió tan bueno porque canalizaron esa rabia o esa desesperación o ese luto, o porque el golpe de la pérdida les hizo madurar. Porque eso es lo que es este disco: un disco maduro, un disco de un grupo que no está pendiente de artificios o de etiquetas o de si en esa guerra absurda del britpop estaban quedando descolgados. Con un enorme socavón entra la cara A y la cara B, pero, con una cara A que es gloria bendita y que pulveriza cualquier sospecha de inseguridad, de desmoronamiento moral. Desde el arranque inconmensurable de Elvis Impersonator: Blackpool Pier, pura adrenalina donde las guitarras braman con una contundencia y claridad que ya quisieran muchos grunge de la época (aquellos que se mostraban atormentados sin razón para estarlo, claro), y que enlaza con la mejor canción de toda su carrera: A Design For Life . Se lo comenté a Marc Peig el otro día. Cómo no caer rendido ante una canción que arranca con la frase libraries gave us power. La postura militante de los Manic, un grupo galés posicionado claramente a la izquierda queda reflejada en esta canción, otro de esos ejemplos de sección de cuerda gloriosa que consigue elevar una canción ya de por sí brillante. Luego el tema que titula el disco, que hace las veces de declaración de principios, y Kevin Carter, avasalladora mezcla de ensoñaciones lounge y trompetas al estilo Bacharach. Aunque el resto del disco no desmerezca hay que reconocer que estas cuatro canciones magistrales pesan lo suyo, y que mantener su nivel sería inhumano.
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