Valoración: muy recomendable
Pues ya está aquí. Billie Eilish se erigió en absoluto icono global gracias a la acumulación de circunstancias extraordinarias que podrían (intento) resumirse en una sola sentencia.
Artista prácticamente adolescente que publica un magnífico disco de pop maduro con toques experimentales, con una estética que huele a angustia existencial.
Aparte de una pandemia, desde 2019, año de publicación de su descomunal debut, Eilish protagonizó una ascensión a la fama, basada en su talento, ascensión fulgurante y mareante. Sus canciones calaron en el público de forma transversal, su mensaje se universalizó, su estética conmocionó a una generación no demasiado alineada a la cuestión de las tribus urbanas.
Bien: para este difícil segundo disco algo de eso ha cambiado. La portada (Eilish maneja unas cifras y un status en que nada es dejado al azar) muestra a Eilish en tonos pastel, pelo rubio platino, mirada al horizonte y aspecto frágil sin llegar a la estética pin up pero sin expresar pretendida inocencia. No hay nada oscuro ni tenebroso: no hay monstruos que acechan debajo de la cama al caer la noche. Hasta cinco canciones anticiparon el trabajo, que han sido sabiamente dosificadas en el tracklisting, siendo acompañadas por once nuevos temas, dieciséis en total.
La primera baza de su debut era la fascinante coherencia argumental del disco, la secuencia del cual parecía explicar una historia trazando un recorrido en el que las canciones ya conocidas se integraban. Happier than ever, en ese sentido, no ha buscado una coherencia tan contundente. Sí ha integrado bien el material conocido (la tierna y magnífica my future no aparece hasta la cuarta posición) de manera que a la legión de seguidores el disco no les suena de inmediato a ya visto. Tampoco ha apostado por situar un hit en primera línea. Abrir un disco con un downtempo minimalista titulado Getting Older, para un artista de 19 años, no deja de ser un movimiento de madurez. Incluso renunciar a la inmediatez de muchas canciones aleja los fantasmas de la crítica más mordaz. En lo estrictamente sonoro, el intento de emular en modo alguno When We All Fall Sleep, Where Do We Go? es inexistente. Como mucho, podríamos hablar de alguna similaridad estructural, por ejemplo, en NDA, pero no pasamos de ahí, y puede que esa cuestión incida en cierto descenso de la repercusión del disco para cierto perfil de oyente. Aquí no hay Bad guy ni ganas de que lo haya, de hecho los números más puramente electrónicos tienen poco recorrido comercial objetivo, y aunque es cierto que eso despoja al disco de la inmediatez y la perentoriedad del debut, un disco cuya escucha era obsesiva, sí que hay que reconocer a Eilish (y a Finneas, en las funciones que le hayan tocado aquí) que en este segundo disco han dado un paso interesante más encaminado a mantener una carrera musical inquieta y coherente que a volar más alto a cada disco. Y es un enorme mérito que en esa voluntad no hayan dudado en emplear todo tipo de estilos, desde fragilidad casi folk en Your Power hasta ingeniería r'n'b en Lost Cause, sin renunciar a jugueteos variados donde se aprecia que pueden haber pasado mucho de estos dos años escuchando música de todo tipo, adaptándola a su estilo, a las aptitudes vocales (mucho más variadas aquí) de la cantante. Llamar Billie Bossa Nova a una canción ya es una ingenua declaración, pero I Didn't Change My Number parece reunir una mezcla de pop naïf y tono alternativo de forma efectiva, sin llegar a situarse en estilo alguno, o Goldwing, cuyo abrupto cambio de tono espiritual a arrebato electrónico descoloca y fascina. Halley's Comet, podría firmarla el Rufus Wainwright más inspirado. Y la influencia de nuevas estrellas del universo alternativo como Angel Olsen o Phoebe Bridgers es innegable.
Y a este último aspecto debo referirme para acabar: entre las rápidas reacciones y reseñas sobre el disco que han inundado ya las redes apenas un par de días tras su publicación, se hace mucha alusión, se considera su cúspide, el tajante cambio sonoro que se produce en mitad de la canción que le da título. Como el crescendo de Bridgers en This is the end, ese acceso de rabia vocal (las letras del álbum inciden en una mala digestión de su fama y repercusión) y también sonora, incluida saturación en los dos minutos finales en Happier Than Ever me ha hecho entrar en cierta reflexión: cómo parece que la rabia solamente encuentra salida si se manifiesta con la violencia guitarrera más estereotipada. Y no creo que Eilish deba jugar a ser April Lavigne, Alanis Morisette o Joan Jett. O, de lo escuchado en gran parte de su material, no considero que ese debiera ser el camino. En todo caso, quienes pretendiesen considerar a la cantante como un hype y amortizarla en su segundo disco, van a tener que esperar o inventarse el síndrome del difícil tercer disco. Porque aquí confirma que la cosa va muy en serio.
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