Año de publicación: 1983
Valoración: artificial
Aclaro que al que esto escribe la palabra "artificial" no siempre le representa connotaciones negativas. Puede haber cierto talento en el artificio e incluso en la impostura.
Lamentablemente, True no es el caso.
Spandau Ballet golpearon con fuerza en su single de presentación, allá por 1981 To cut a long story short era una poderosa rodaja de synth-pop que se refugiaba bajo la aparatosa y algo dudosa imagen del grupo, absolutamente deudora del movimiento new-romantic. Pero dos años (en realidad mucho menos que eso) habían bastado para amortizar la corriente y las bandas que le sobrevivían, en la práctica Duran Duran y Spandau Ballet, se veían obligadas a un reciclaje para sobrevivir. Ninguno de los dos reciclajes funcionó por mucho tiempo, pero he de atribuirle al de Duran Duran una cierta consistencia sonora que en Spandau Ballet fue replicado con una reinvención de enorme impacto comercial, tanto como musicalmente descorazonadora.
La banda había visto como (ayudados por Trevor Horn) ABC les había tomado la delantera en la introducción del funk blanqueado. Incluso estéticamente. Los ropajes drapeados habían dejado paso a impecables ternos comprados en Saville Row. Y Tony Hadley era también un señor muy bien plantado y con una voz que parecía superar cualquier atisbo de ambigüedad. Spandau Ballet necesitaban recuperar el cetro de machos alfa y eligieron el soul. La canción que da título al disco (tan brillante como azucarada y formulaica) habla de escuchar a Marvin (Gaye) toda la noche. Y las siete canciones que la acompañan, todas medios tempos sostenidos con estructuras pop de manual, no desentonan. Se ceda su título y su evidente reinado al baladón (sampleado hasta la saciedad, por ejemplo, por PM Dawn) que los convertía (a los hechos me remito) en eterna carne de radio-fórmulas, a escasos centímetros de los one hit wonder pero con caudal garantizado de royalties por décadas, a pesar de ello esas siete canciones, incluyendo a la sempiterna y rimbombante Gold, son la muestra del hallazgo de la piedra de Rosetta, la fórmula que alargaría la agonía de la banda y la convertiría en la elección del público a pie y de las princesitas pretendidamente rebeldes. Dieron en la Diana.
Un disco, eso sí, de la clásica edad del vinilo. Cuatro canciones por cara, apenas 35 minutos de música, un sonido entonces lujoso, hoy desfasado, lleno de ecos, de exactitud instrumental (incluyendo un saxo que los emparentaba con Roxy Music, obvio espejo de las bandas de esa época), el poderío vocal de Hadley, que parecía cantar sin despeinarse, con una impecable técnica desprovista de la más mínima pasión y por supuesto de cualquier atisbo de riesgo. Si esto contara, aunque fuese por su repercusión, como improbable piedra fundacional del blue eyed soul, cuánta aberración y cuánto despropósito que lastraría de forma plana e inofensiva la década de los 80 se le puede recriminar. Forrados de gold, claro, pero tan pulcros e inofensivos que apenas merecieron un par de años más de repercusión. Algunos miembros de la banda acabaron probando como actores en esas sobrevaloradas y cutres películas británicas. Enough said.
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