Valoración: muy recomendable
La explicación acerca de la mitología que rodea a Scott Walker no solo radica en su reclusividad, en que se separara de la escena pública en el punto álgido de la popularidad, en que sus primeros cuatro discos en solitario sigan componiendo uno de las series más extraordinarias de la historia de la música.
También se basa en lo que hizo con su carrera, en lo que seguía haciendo en 2006, más de tres décadas tras el inicio de su voluntario confinamiento. Y The Drift es otro ejemplo: un tipo de más de sesenta años haciendo la música que le sale de las narices, de espaldas a cualquier moda y escena, casi de espaldas al público. Música difícil, casi diríamos que alienada, música que toma toda clase de riesgos, empezando por el obvio suicidio comercial, cómo no, música con una carga intelectual casi independiente de que se entiendan sus letras y sus historias, nada despreciables a tenor de lo leído sobre el disco, un disco para cuyo inmediato predecesor, Tilt, había que remontarse once años. La intención de The Drift es clara y directa: no hay melodías reconocibles, no hay ganchos, apenas hay ritmo en estas canciones de calma tensa y dramática, canciones que igual pasan, de un momento a otro, de una tonalidad básica, casi introspectiva, momentos minimalistas que a veces son puras letanías a capella sobre fondos inhóspitos (percusión, rasgueos de guitarra, notas de cuerda sostenidas, orgánicas o sintéticas), que actúan de preámbulo a explosiones sonoras, a muros de sonido, siempre dirigidos por la portentosa garganta del cantante, que pueden incluir no pocos elementos sonoros discordantes. No destacaré canciones (naturalmente, Walker no concedía apenas entrevistas, pues para videos promocionales no iba a estar precisamente) ya que todo el disco es una experiencia para ser, valga la redundancia, ser experimentada en su totalidad, pero aquí hay puñetazos a costillares de vacuno para ser usadas como percusión (Walker define tal efecto como la corriente subterránea de fascismo que recorre la canción), alaridos varios, humanos y animales, frágiles vientos que mutan en fanfarria, cuerdas más deudoras de Bernard Herrmann que de Badalamenti, cajas restregadas para obtener ecos.
Walker ya había dejado atrás sus devaneos con el pop de los 70, sus fascinantes discos de neo-crooner, sus despistes con el country y con el AOR, y con The Drift se lanzó a la piscina de la pura producción sonora, de la experimentación, del golpe en la mesa en defensa de su propia concepción del sonido. un disco difícil, alguno dirá que indigesto, que casi un regodeo en la propia imagen de artista torturado. Pero desde luego, una experiencia única.
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