domingo, 29 de marzo de 2020

Pink Floyd: The Dark Side of the Moon

Año de publicación: 1973
Valoración: muy recomendable

The Dark Side of the Moon es presencia constante en las estadísticas de la industria musical. De la industria musical de la era anterior, me refiero, aquella que obtenía datos de los comercios y las compañías distribuidoras con el número de copias despachadas en vez de visitas a Youtube o escuchas en streaming. De este disco se vendieron decenas de millones de discos y estuvo más de 900 semanas (eso es mucho tiempo) dentro de la lista Billboard. Algo impresionante, desde luego, vistas las ventas actuales, aunque a mí me impresiona más, y vamos a empezar a hablar de música y no de cifras, el hecho de que un disco así fuera número 1 en algún país.
Porque nos gustará más o menos el estilo o incluso el término, pero este es un disco de rock progresivo, un disco desde luego alejado de estribillos pop, de música que pueda bailarse o tararearse, una obra de esas que oponía su seriedad conceptual, su pose introspectiva frente a su hipotético antagonista: el hedonismo de la música disco que empezaba a emerger al otro lado del Atlántico. A lo  mejor todo se limitaba a una guerra entre el LSD y la cocaína, id a saber. Y Pink Floyd ya era un grupo con un cierto halo legendario, la desaparición de Syd Barrett y eso les había conseguido aportar ese plus de interés por parte del gran público.
A pesar de tratarse de un disco conceptual, aún veo el trabajo más como una colección de canciones que como el opus que, en el futuro, representarían Wish you were here o The Wall. Canciones escoradas hacia una especie de blues enriquecido en los aspectos técnicos (y primorosamente producido, con un Alan Parsons como ingeniero de sonido que no tardaría en lanzarse a una irregular pero económicamente provechosa carrera musical), si bien algo plano en los resultados, algunas de las canciones se parecen entre sí y hay que dar gracias al tracklist por separarlas con interludios o desarrollos instrumentales, indudable baza de la banda, realmente descomunal cuando se lanzaba a mostrar músculo. el primer minuto de The Great Gig In The Sky así lo certifica de forma fascinante. No falta cierto sentido de la experimentación: On the run, tercera canción, es un instrumental lleno de arabescos de sintetizador, como si la banda esbozara apuntes a la explosión del sonido 808 varios lustros más tarde. Time, realmente fascinante, inicia la cadena de temas largos que engloba el centro del disco, acompañando a su clásico Money, con sus clásicos efectos y su acelerón que, oh, refiere más a Johnny Winters que a Tangerine Dream, canciones de siete minutos con algún momento pretencioso que aleja el disco de la perfección, pero esto es sencillo decirlo ahora. Luego aún se nos entrega algo más de experimentación en una extraña Any Colour You Like, gobernada por el Hammond para acabar el disco con dos canciones de Waters, aquí casi folk-blues psicodélico e indudable muestra de la influencia futura de la banda en bandas como Spiritualized o Fleet Foxes.

domingo, 22 de marzo de 2020

Andrew Weatherall: Live at The Social, Vol. 3

Año de publicación: 1999
Valoración: imprescindible´

Pues murió Andrew Weatherall. Por sorpresa, a una edad desde luego temprana, de una embolia pulmonar y aún en activo. Una actividad que, voluntariamente, se desarrollaba alejada de la primera línea, situación que Weatherall había ido eligiendo a lo largo de su carrera, y ahora nos quedaremos sin saber si esa aversión a la popularidad respondía o no a una voluntad de preservar su talento de interferencias. En este blog ya habíamos hablado del Weatherall productor para Primal Scream (solo por esa experiencia ya merece un sitio destacado en la evolución de la música como hoy la concebimos), del Weatherall como músico, contaminando de dub marciano los tugurios portuarios de alguna ciudad británica, y conmemoramos su desaparición con la tercera vertiente del autor: su descomunal carrera como DJ, siempre atento a lo que acontecía y sin casarse con un género y explotarlo hasta la extenuación. Weatherall no era Paul Oakenfold o Sasha o Paul Van Dyk y su inquietud por probar con todos los estilos, desempeñarse de forma magistral en todos ellos, demostrar osadía, eclecticismo, desinhibición. Dudaba a la hora de elegir entre todas las sesiones que publicó, y finalmente me quedé con una terna de trabajos igualmente gloriosos, así que no olvidemos Cut The Crap, sesión dedicada al trip-hop más abstracto ni su selección del catálogo de Force Tracks en Hypercity, este dedicado al breve pero influyente movimiento click'n'cuts, la definitiva reduccíón al mínimo del sonido electrónico, la búsqueda del espacio entre huecos, la definitiva entronización de la textura como último escenario para el creador. En Live at The Social nos encontramos a Weatherall al mando de una sesión de deep-house casi primigenio. Basada en los grandes sellos del género (Paper, Soma, React) con artistas prácticamente anónimos (una de las funciones que daba sentido a los DJs de entonces, no pinchar material conocido y reconocible sino escarbar en las profundidades de los catálogos a la búsqueda de gemas) y transiciones no siempre depuradas, Weatherall no pretendía ser un prodigio técnico sino un mero presentador de tracks, todos ellos, notables ya no solo en el encuadre de un género que tardó no más de un par de años en caer en barrena, sino desde un punto de vista objetivamente musical. Hablamos de una sesión espaciosa, sensual, llena de momentos minimalistas, de progresión constante, de entrega al oyente. Una cumbre evidente que acaba de la manera más genial: Ryuichi Sakamoto y los gloriosos últimos minutos de  Sheherezade, cuerdas sintetizadas bajo ritmo estático, genial colofón con el que nadie pudiera pensar que un DJ enviara la gente para casa. Salvo los genios, claro. Descansa en paz, Andy.
Puedes oír la sesión entera aqui.

domingo, 15 de marzo de 2020

Lana del Rey: Norman Fucking Rockwell

Año de publicación: 2019
Valoración: muy recomendable

A la tonta, Lana del Rey lleva seis discos. Es decir, ha producido el doble de obra que Portishead en 25. Y parece todavía en una pugna algo absurda por ser tomada en serio. Cuestión lamentable relacionada, seguramente, con su imponente presencia física, su condición de ex-modelo y todos esos convencionalismos, muchos de ellos manifiestamente machistas, arraigados en el mundo del rock. No voy a profundizar en ellos para no restar espacio a lo esencial. Que es la música, por supuesto.
En algún momento la artista se dio cuenta de que Billie Eilish triunfaba de manera avasalladora, hace menos de un año. Y que Eilish, muy honesta en reconocerla como una de sus artistas favoritas (al lado de, por ejemplo, Tyler The Creator) había empezado su carrera en Youtube imitando descaradamente su forma de cantar y hasta de posar. Mujer alta y guapa que está hastiada y rota por dentro. Un estereotipo contra el que luchar, pero que discos como Norman Fucking Rockwell deberían pulverizar sin duda alguna. 
Valiente, incluyendo en el título la temida f*** word , mostrándola en la segunda frase de la primera canción "you fucked me so good that I almost said I love you", Lana del Rey, a la que perdí algo la pista tras considerar su primer disco como un ejercicio estético con demasiadas referencias reconocibles. Pero la reacción a este disco me ha parecido tan unánime que he vuelto a sentir curiosidad. Primero, estamos ante un disco más de cantautor que de cantante. La instrumentación en primer plano así lo confirma. Voz, piano, guitarra. Una voz muchas veces duplicada, como dejando los momentos en solo para el punto más introspectivo. Una voz que se quiebra en tomas puntuales, sin apelar a la emotividad gratuita, mostrando justo la fragilidad que el material exige, aunque esta colección ligeramente hinchada y algo lineal (catorce canciones que, como en  el disco de Solange comentado la semana pasada, hubieran dejado un disco de diez canciones glorioso) de torch songs alternativas cuyas letras apelan al dominio de las relaciones, parece que filtrando no pocas experiencias de la vida personal de la californiana.
Diría que es un disco más adecuado para audiciones espaciadas que para deglutir de una sentada. Cierta semejanza entre canciones puede perjudicar una exposición continua, pero una audición fragmentada (justo aquella a que parece abocarnos la vida moderna ) va mostrando su poder desde esa inicial Norman fucking Rockwell de piano resuelto y cuerdas envolventes, indiscutible punta de lanza de un disco que no se lanza en los tempos, que acompaña en ese 2019 a discos de sensaciones otoñales algo parecidas (Weyes Blood, Angel Olsen), que es más Lou Reed que Carly Simon, con esa sensación melancólica tan inspiradora, que sigue con uno de los singles, Mariners Apartment Complex, espléndida demostración de que Lana del Rey se atreve con melodías complejas, con crescendos vocales que demuestran madurez interpretativa, es decir, confirmación de que va en serio y que nunca se ha resignado a ser una cara bonita al frente de un proyecto. La apuesta por una canción de casi diez minutos lo confirma, Venice Bitch, video lleno de tomas quemadas por el tiempo, melodía que mece hasta ceder espacio a una guitarra llena de fuzz y efectos, el juego de palabras entre beach y bitch... hasta catorce canciones incluyendo jugueteo con melodías clásicas, como en Doin' time, que no se resiente de ello, con una sensación siempre presente de intimidad que, sin embargo, resulta fresca y espontánea enfrentada a la oscuridad algo impostada que condicionaba  algunas de sus obras anteriores. Y pequeñas gemas como Cinnamon Girl o esa extraña cascada de estribillos que es Happiness is a butterfly, con su pequeño giro atormentado, lo confirman. Entre tanto ruido y tanto escándalo, hagamos caso a esta mujer y no neguemos su talento.


domingo, 8 de marzo de 2020

Solange: A Seat at the Table


Año de publicación: 2016
Valoración: muy recomendable alto

Habrá que solventar ciertas reticencias para empezar. Sí, Solange se apellida Knowles y es la hermana de la sempiterna Beyoncé, ídolo global. Solange, aclaremos, es la hermana, ejem, alternativa. O sea, la que no saldrá en la SuperBowl, la que no basa sus canciones en las coreografías, la que, diríamos, parece relegada ante su status icónico.
Pero, lejos de arredrarse o conformarse, Solange cada vez ha hecho mejores discos. Compartiendo cierta costumbre del star-system de la música de color (horrenda etiqueta, pero puede ser que sea la mejor para aglutinar rap, hip-hop. r'n'b, soul, y otras cosas), Solange colabora con frecuencia con músicos como Estelle, Q-Tip, Sampha, su presencia en los discos de otros artistas como Tyler The Creator delata su buen gusto y un cierto punto de riesgo que no he apreciado en los discos de Su Hermana La Famosísima.
Sin ir más lejos, este A Seat on the Table, penúltimo disco de sus discografía en el que ha contado con la ayuda de Rafael Saadiq (otra estrella más encuadrada en el neo-soul de músicos como D'Angelo o Maxwell) es un disco muy brillante. Quizás demasiado condicionado por un track-listing un poco previsible (breve comienzo, breve final, doce piezas principales, siete interludios de todo tipo) que le aporta cohesión como álbum ligeramente conceptual, pero que lo aleja de la colección de canciones inapelables que hubiera sido si. como FKA twigs ha hecho recientemente, cercenase implacable el contenido hasta dejarlo en ocho o nueve canciones brillantísimas. Quizás entonces hubiéramos hablado en otros términos.
Pero este disco es así, extenso, salpicado por interludios que retienen un poquito la progresión y que lo uniformizan. A primeras puede parecer monótono, con sus medios tiempos surgiendo uno tras otro y a veces difíciles de diferenciar. Pero conforme avanzan las escuchas, los tesoros van siendo desenterrados. Se trata de un disco con un sonido sobrio, donde los teclados se muestran dominantes en todo momento, de un modo u otro podríamos reducir el disco a sintetizadores más la dulce y gloriosa voz de la cantante, que compone todo el material y lo eleva con una deliciosa dicción, casi un fraseo que huye de exhibiciones de poderío, detalle nada secundario pues es uno de los atractivos del disco: oír esa voz siempre gobernando las canciones desde contención y dominio, sin caer en lo que yo llamaría síndrome Adele de diseñar música para alardear de capacidad técnica o mera potencia vocal. Solange huye de eso incluso en las canciones donde dobla su voz o se hace coros. Lo importante aquí es el conjunto y solo hay que esperar a que irrumpan las primeras notas de Rhodes de Weary para darse cuenta: se dirige con firmeza al oyente, lo interpela y casi lo intimida en una primera frase. Es soul, claro, como referencia más visible, y el espíritu vocal de Minnie Riperton o Erykah Badu conviven con flujos sonoros evanescentes, Roy Ayers, Lonnie Liston Smith no andan lejos. Una referencia que no aplasta, como esas cuerdas en Cranes in the Sky. Flotan en el ambiente sin elevarse ni caer, como si se tratara de un Unfinished sympathy de un género que es absurdo etiquetar. El piano ligeramente percusivo, casi honky-tonk de  Where Do We Go (también presente en Mad) lo corrobora: es música que bebe de muchas fuentes y se enriquece de todas ellas. Puede uno discutir cierta tendencia al aire íntimo, inevitable con una voz como la de Solange. Creo, por ejemplo, que Sampha estropea con su voz irritante esa maravilla que es Don't touch my hair. Pero hay donde consolarse: Borderline (An Ode to Self Care), es simplemente perfecta, con su aire ligeramente cósmico, y me he dejado aún algunas otras canciones que entran y salen en las preferencias conforme se avanza en el disco. Discos cuyas favoritas van cambiando a medida que se producen las escuchas. Pocos pueden presumir de eso.

domingo, 1 de marzo de 2020

Simply Red: Stars

Año de publicación: 1991
Valoración: manipulador

Pues hasta me parece excesivo el regalo para Simply Red de atribuirse la activación de una nueva etiqueta en este blog.
Aclaro: no puedo decir que Picture Book, su disco de debut, fuera un mal disco. Tenía alguna buena canción que conseguía incluso equilibrar la detestable versión de Heaven  de Talking Heads, despojada de su ironía neoyorquina para cargarla de gorgoritos de Hucknall, factótum del grupo e individuo merecedor de un par de tomos dedicados al narcisismo.
Men and Women ya bordeaba el desastre, un segundo disco mediocre y ramplón que, sin duda, debió incidir en ese repensar el grupo, adecuarlo a la era yuppie,  que tendría como colofón este Stars, cuarto disco de la banda que acumuló records, referencias e incluso poses genuflexas postradas de personalidades diversas que pensaban que aquello era un nivel superior.
Hucknall, por cierto, publicaba opiniones en entrevistas aconsejando a otros músicos ser respetuosos con los clásicos del sonido negro como los del sello Stax.
Para jeta la del amigo.
Claro que entonces Simply Red ya era una máquina de vender y gustar, especialmente a aquella gente poco proclive a complicarse la vida en lo que a música se refiere, quizás no su hábitat natural en sus inicios, pero obviamente el nicho de mercado que permitió al grupo hacerse ricos y célebres o viceversa. 
Y Stars es un disco paradigmático. Me gustaría explicarme, aunque ello sea difícil. Hay discos de Steely Dan, por ejemplo, que son prodigios a nivel técnico, pero tras ese prodigio se aprecia alguna otra intención. Stars es un disco, repito, para gustar y ser vendido. Aséptico hasta la extenuación, canciones intercambiables que suenan a estereotipo: esta es introspectiva y sensible, esta es rítmica y marchosa, aquí me luzco de esta manera, aquí la guitarrita acústica que genera esa sensibilidad, aquí el coqueteo con el jazz para que se vea que soy un amante de los sonidos clásicos.
El resultado, el paso del tiempo lo demuestra, es un disco anodino, plano, desposeído de la pasión que se le entendería a música de inspiración, perdonad el término, negroide. Blue-eye soul se le vino a llamar, y por aquella época hubo mucho whitey perpetrando intentonas de sonido, y en ese cajón de sastre que abarcó desde sonidos desnudos del indie como los Young Marble Giants hasta reciclajes como The Style Council pasando por cosas muy extrañas, no siempre para mal, como Johnny Hates Jazz, Black, Love and Money, Everything But The Girl, Curiosity Killed The Cat... esa segunda mitad de los 80 solo podía espabilar con el cataclismo rompedor que representó ese nuevo punk llamado acid house.
Mientras, Mick Hucknall le copiaba el peinado a Nicole Kidman y se creía el emperador pelirrojo del mundo. De esa gente que sale con modelos, se viste con camisas caras y se pringa el cuerpo con cremas con olor a algo dulzón. De esas celebrities que piensan que, por el mero hecho de serlo, pueden colarse a pelotear en el entrenamiento de un equipo de fútbol. Dios mío. Stars (no pongo links con canciones, Stars sonará como For your babies y no os daréis cuenta de la diferencia, seguro) ha sido relegado a su categoría natural: soul sin alma, música calculada para generar ciertas atmósferas, ejecutada impecablemente por profesionales que tocaban cada nota con precisión y volvían a su casa a cenar.
El tiempo diluyó el impacto del grupo, que Hucknall ya monopolizó sin recato, publicando unos cuantos discos intrascendentes con títulos estúpidos. Supongo que de vez en cuando debe salir de gira y su público debe nutrirse de asistentes a fiestas remember recreando intentonas de aventuras extramatrimoniales al ritmo de sus hits más bailables.
Francamente, me importa un pepino.