domingo, 29 de agosto de 2021

The Last Shadow Puppets: The Age of the Understatement


Año de publicación:
2008

Valoración: muy recomendable

Casi una década antes de su Tranquility Base, Hotel and Casino, parece que la inquietud sonora de Alex Turner, carismático líder de Arctic Monkeys ya mostraba contundentes intenciones de salir a la luz. No creo que por hastío del sonido demoledor de la banda, eterno eslabón de engarce entre el espíritu indie y la repercusión mainstream, sino más bien por esa extraña máxima por la que (salvo por renuncias peterpanescas) las bandas tienden a suavizar su sonido conforme las carreras avanzan. Llamémosle aburguesamiento o agotamiento físico de la rabia adolescente. El caso es que Turner se alía con Miles Kane, de la banda The Rascals (habré de escucharlos un día) y crean esta especie de aventura paralela de estética que coquetea con lo mod y de sonido que abarca algunos territorios que parecían, a priori, intocables por una banda basada en las guitarras. E irrumpen las cuerdas, las guitarras con trémolo, los medios tiempos, y todo un despliegue de influencias que son identificables en las sucesivas escuchas. Las estéticas, las descritas y el pop art que proclama la portada ultra-cool.

 Las musicales incluirían algunos puntos de partida de los propios grupos de origen, pero los matices irrumpen: está claro que las producciones ampulosas desde el primer momento (The Age Of The Understatement, la canción) los cuatro primeros discos de Scott Walker relucen por doquier, quizás con las partes vocales no tan destacadas (Turner tiene otros registros y no pretende ir de crooner), cierta oleada de grupos minoritarios o no tanto, siempre en la escena británica, como World of Twist o The Divine Comedy, incluso influencias más lejanas como los Kinks o los Zombies, combinando bosquejos de agresividad pero rápida vuelta al redil: My Mistakes Were Made For You, no cabe más John Barry aquí, no desentonaría ni en la banda sonora de una película de James Bond ni en una de Austin Powers. Cuerdas, letras bastante trabajadas al margen de los estereotipos del pop de consumo (angustia, relaciones personales, problemas generacionales) y una obvia intención de hacer prevalecer melodía y armonía sobre energía iridiscente. Turner frasea si aparente esfuerzo y le propina un bofetón a los críticos de sus aptitudes vocales. Los arreglos son precisos y elegantes, y ambos músicos parecen huir del estereotipo del veinteañero oculto tras un generoso flequillo, elevando el disco a una especie de tratado de pop espídico de guerra fría, con curiosas e impropias deudas que refieren tanto a los artesanos del art-punk como los Buzzcocks como a invitados inesperados como algunos de los primeros trabajos de Marc Almond, visibles por ejemplo en  standing next to me. Con enormes aciertos conceptuales, que obviamente germinarían en el futuro, pero con una querencia por el detalle sonoro en formato corto (canciones de tres minutos que saben cómo empezar y acabar) que me parece enormemente acertada.Calm Like You, apenas dos minutos y medio de gloria y creatividad o The Chamber, elegancia british que apela al tópico: música de ambicioso pasado e impropia madurez.

domingo, 22 de agosto de 2021

Spandau Ballet: True

Año de publicación: 1983

Valoración: artificial

Aclaro que al que esto escribe la palabra "artificial" no siempre le representa connotaciones negativas. Puede haber cierto talento en el artificio e incluso en la impostura. 

Lamentablemente, True no es el caso. 

Spandau Ballet golpearon con fuerza en su single de presentación, allá por 1981 To cut a long story short era una poderosa rodaja de synth-pop que se refugiaba bajo la aparatosa y algo dudosa imagen del grupo, absolutamente deudora del movimiento new-romantic. Pero dos años (en realidad mucho menos que eso) habían bastado para amortizar la corriente y las bandas que le sobrevivían, en la práctica Duran Duran y Spandau Ballet, se veían obligadas a un reciclaje para sobrevivir. Ninguno de los dos reciclajes funcionó por mucho tiempo, pero he de atribuirle al de Duran Duran una cierta consistencia sonora que en Spandau Ballet fue replicado con una reinvención de enorme impacto comercial, tanto como musicalmente descorazonadora. 

La banda había visto como (ayudados por Trevor Horn) ABC les había tomado la delantera en la introducción del funk blanqueado. Incluso estéticamente. Los ropajes drapeados habían dejado paso a impecables ternos comprados en Saville Row. Y Tony Hadley era también un señor muy bien plantado y con una voz que parecía superar cualquier atisbo de ambigüedad. Spandau Ballet necesitaban recuperar el cetro de machos alfa y eligieron el soul. La canción que da título al disco (tan brillante como azucarada y formulaica) habla de escuchar a Marvin (Gaye) toda la noche. Y las siete canciones que la acompañan, todas medios tempos sostenidos con estructuras pop de manual, no desentonan. Se ceda su título y su evidente reinado al baladón (sampleado hasta la saciedad, por ejemplo, por PM Dawn) que los convertía (a los hechos me remito) en eterna carne de radio-fórmulas, a escasos centímetros de los one hit wonder pero con caudal garantizado de royalties por décadas, a pesar de ello esas siete canciones, incluyendo a la sempiterna y rimbombante Gold, son la muestra del hallazgo de la piedra de Rosetta, la fórmula que alargaría la agonía de la banda y la convertiría en la elección del público a pie y de las princesitas pretendidamente rebeldes. Dieron en la Diana. 

Un disco, eso sí, de la clásica edad del vinilo. Cuatro canciones por cara, apenas 35 minutos de música, un sonido entonces lujoso, hoy desfasado, lleno de ecos, de exactitud instrumental (incluyendo un saxo que los emparentaba con Roxy Music, obvio espejo de las bandas de esa época), el poderío vocal de Hadley, que parecía cantar sin despeinarse, con una impecable técnica desprovista de la más mínima pasión y por supuesto de cualquier atisbo de riesgo. Si esto contara, aunque fuese por su repercusión, como improbable piedra fundacional del blue eyed soul, cuánta aberración y cuánto despropósito que lastraría de forma plana e inofensiva la década de los 80 se le puede recriminar. Forrados de gold, claro, pero tan pulcros e inofensivos que apenas merecieron un par de años más de repercusión. Algunos miembros de la banda acabaron probando como actores en esas sobrevaloradas y cutres películas británicas. Enough said.


domingo, 15 de agosto de 2021

Blaze: 25 years later


Año de publicación: 1990
Valoración: casi imprescindible

Uno de esos tesoros escondidos, hasta el punto de que resulta inexplicable que no sea mencionado más a menudo en las repetitivas listas de los mejores discos, aunque sea de su año o su década. Con una producción que obliga a uno a frotarse los oídos, con cada detalle en su punto perfecto en la mezcla y con una sensación persistente de absoluta modernidad y elegancia, para nada reminiscente de las estridencias ya no de su tiempo sino incluso de las propias de muchos de sus compañeros de escena. Porque uno puede publicar un disco con una inspiración de fondo algo retro y mantenerse completamente vigente, y eso es lo que consiguió el grupo estadounidense en este álbum de debut que cuenta con un enorme bagaje de ambición. 
25 years later parece una especie de greatest hits de falsos covers salteados con  brillantes detalles de las serenidades house del momento. Un house nada acid, aclaro. Aquí hablamos de dinámicos temas con fuerte peso vocal, dominados por un piano festivo, percusivo. Pero también de canciones que homenajean desvergonzadamente a las grandes figuras de la música de color, tomando prestados de forma respetuosa y meticulosa sonidos, ambientes, estructuras, pero adaptándolos a las brillantes composiciones del grupo y a su pasmosa maleabilidad sonora, con lo cual el álbum se convierte en una especie de trip iniciático al que beneficia y da cohesión su secuencia de canciones que (si tomamos como referencia su orden en las ediciones en CD, las de vinilo cambian de forma radical) disponen de interludios en forma de diálogos que ahondan en la mencionada ambición. Y el desfile de influencias no puede ser más brillante y lujoso. Ahorraré aportar nombres de canciones pues, aunque difícil de obtener vía Youtube, el álbum merece su degustación en un entorno relajado y abierto de miras. Desfilarán Marvin Gaye, Stevie Wonder o los Third World junto a precedentes clarísimos de los primeros hits del house vocal o incluso del deep house, lustros antes de convertirse en la etiqueta de la exasperante monotonía que fue a partir del 2005, engullido por su propio éxito, y el avance de las canciones confirma que se nos está explicando una historia sonora de sufrimiento y explotación (la composición cromática de la portada no deja de recordarme a la emblemática cubierta de Survival) que trasciende y complementa a la, repito, soberbia y suntuosa producción.

domingo, 1 de agosto de 2021

Billie Eilish: Happier than ever

Año de publicación: 2021

Valoración: muy recomendable

Pues ya está aquí. Billie Eilish se erigió en absoluto icono global gracias a la acumulación de circunstancias extraordinarias que podrían (intento) resumirse en una sola sentencia.

Artista prácticamente adolescente que publica un magnífico disco de pop maduro con toques experimentales, con una estética que huele a angustia existencial.

Aparte de una pandemia, desde 2019, año de publicación de su descomunal debut, Eilish protagonizó una ascensión a la fama, basada en su talento, ascensión fulgurante y mareante. Sus canciones calaron en el público de forma transversal, su mensaje se universalizó, su estética conmocionó a una generación no demasiado alineada a la cuestión de las tribus urbanas.

Bien: para este difícil segundo disco algo de eso ha cambiado. La portada (Eilish maneja unas cifras y un status en que nada es dejado al azar) muestra a Eilish en tonos pastel, pelo rubio platino, mirada al horizonte y aspecto frágil sin llegar a la estética pin up pero sin expresar pretendida inocencia. No hay nada oscuro ni tenebroso: no hay monstruos que acechan debajo de la cama al caer la noche. Hasta cinco canciones anticiparon el trabajo, que han sido sabiamente dosificadas en el tracklisting, siendo acompañadas por once nuevos temas, dieciséis en total. 

La primera baza de su debut era la fascinante coherencia argumental del disco, la secuencia del cual parecía explicar una historia trazando un recorrido en el que las canciones ya conocidas se integraban. Happier than ever, en ese sentido, no ha buscado una coherencia tan contundente. Sí ha integrado bien el material conocido (la tierna y magnífica my future no aparece hasta la cuarta posición) de manera que a la legión de seguidores el disco no les suena de inmediato a ya visto. Tampoco ha apostado por situar un hit en primera línea. Abrir un disco con un downtempo minimalista titulado Getting Older, para un artista de 19 años, no deja de ser un movimiento de madurez. Incluso renunciar a la inmediatez de muchas canciones aleja los fantasmas de la crítica más mordaz. En lo estrictamente sonoro, el intento de emular en modo alguno When We All Fall Sleep, Where Do We Go? es inexistente. Como mucho, podríamos hablar de alguna similaridad estructural, por ejemplo, en NDA, pero no pasamos de ahí, y puede que esa cuestión incida en cierto descenso de la repercusión del disco para cierto perfil de oyente. Aquí no hay Bad guy ni ganas de que lo haya, de hecho los números más puramente electrónicos tienen poco recorrido comercial objetivo, y aunque es cierto que eso despoja al disco de la inmediatez y la perentoriedad del debut, un disco cuya escucha era obsesiva, sí que hay que reconocer a Eilish (y a Finneas, en las funciones que le hayan tocado aquí) que en este segundo disco han dado un paso interesante más encaminado a mantener una carrera musical inquieta y coherente que a volar más alto a cada disco. Y es un enorme mérito que en esa voluntad no hayan dudado en emplear todo tipo de estilos, desde fragilidad casi folk en Your Power hasta ingeniería r'n'b en Lost Cause, sin renunciar a jugueteos variados donde se aprecia que pueden haber pasado mucho de estos dos años escuchando música de todo tipo, adaptándola a su estilo, a las aptitudes vocales (mucho más variadas aquí) de la cantante. Llamar Billie Bossa Nova a una canción ya es una ingenua declaración, pero I Didn't Change My Number parece reunir una mezcla de pop naïf y tono alternativo de forma efectiva, sin llegar a situarse en estilo alguno, o Goldwing, cuyo abrupto cambio de tono espiritual a arrebato electrónico descoloca y fascina. Halley's Comet, podría firmarla el Rufus Wainwright más inspirado. Y la influencia de nuevas estrellas del universo alternativo como Angel Olsen o Phoebe Bridgers es innegable.

Y a este último aspecto debo referirme para acabar: entre las rápidas reacciones y reseñas sobre el disco que han inundado ya las redes apenas un par de días tras su publicación, se hace mucha alusión, se considera su cúspide, el tajante cambio sonoro que se produce en mitad de la canción que le da título. Como el crescendo de Bridgers en This is the end, ese acceso de rabia vocal (las letras del álbum inciden en una mala digestión de su fama y repercusión) y también sonora, incluida saturación en los dos minutos finales en Happier Than Ever me ha hecho entrar en cierta reflexión: cómo parece que la rabia solamente encuentra salida si se manifiesta con la violencia guitarrera más estereotipada. Y no creo que Eilish deba jugar a ser April Lavigne, Alanis Morisette o Joan Jett. O, de lo escuchado en gran parte de su material, no considero que ese debiera ser el camino. En todo caso, quienes pretendiesen considerar a la cantante como un hype y amortizarla en su segundo disco, van a tener que esperar o inventarse el síndrome del difícil tercer disco. Porque aquí confirma que la cosa va muy en serio.