domingo, 26 de agosto de 2018

Metronomy: The English Riviera

Año de publicación: 2011
Valoración: muy recomendable

Joseph Mount es el factótum de Metronomy. Para explicarnos con dos ejemplos bastante (igual no tanto) opuestos, es como Jeff Lynne en la ELO o Paddy McAloon en Prefab Sprout; el que sostiene a la banda, busca los músicos, decide hacia dónde orientarla, define el sonido. Y tras dos discos escorados hacia un synth pop más purista, con una vocación más minoritaria, en algún momento que los resultados nos obligan a celebrar, para este The English Riviera decidió reforzar la base rítmica (nuevo bajista, y batería femenina, un aspecto aún  exótico) y se decantó por un sonido más limpio, más pop en lo versátil, dicen, pero yo no lo veo tan claro como otros, deudor de algunos de los iconos del AOR (deleznable estilo de los 80 caracterizado por depurados acabados de estudio y asepsia absoluta en lo creativo).
El resultado es un disco muy brillante de música inclasificable, cuestión que me obliga a etiquetarla como pop puro y absoluto. Un ejemplo de absorción de multitud de influencias que resulta acabar siendo absolutamente contemporánea, cuestión que se confirmó con un éxito más allá de los circuitos alternativos y con algún premio relevante. Todo ello gracias a una combinación desinhibida de elementos: tres poderosos singles que no tienen nada que ver el uno con el otro. Everything Goes My Way, juguetona, saltarina, con un cierto aire a los 60 en sus coros, gobernada por las guitarras. The Look, más decidida, más directa a los pies, un video simple en el que los miembros del grupo se muestran de manera completamente natural, todos ellos pareciendo eternos repetidores de curso en la universidad hasta que el mundo ha descubierto su talento. Una canción infecciosa, casi tontorrona, pero excelsa en su objetivo. Pocos hits pueden contar con un solo de sintetizador hoy en día. El colofón, The Bay, ritmo imparable, este ya un poco maquinal, como si Kraftwerk se encontraran perdidos en esa Riviera inglesa y no tuvieran otra que adaptarse. Excelente vídeo con su toque lascivo y aires porno-chic, por cierto.
Pero los grandes discos suelen sustentarse en más que las canciones elegidas para su promoción: los aires casi caribeños de Trouble, la fascinante intro que da paso a la calma relativa de We broke free y su deslumbrante abrasión guitarrística (tan poco dada en grupos clasificados como synth-pop), y el fascinante himno de separación que es Some written, apertura preferida (en colosales transiciones) en las magníficas defensas en vivo del material del disco. Cosa de la que pocos son capaces, por cierto.

domingo, 19 de agosto de 2018

LLoyd Cole: Don't get weird on me babe"


Año de publicación: 1991
Valoración: muy recomendable

Entresijos de este blog que voy a desvelar porque es agosto y nadie se va a enterar: esta mañana valoraba tres discos para reseñar. Los tres, advierto, acabarán saliendo aquí un día u otro: pues bien, este se alzó con el dudoso honor y sus contendientes fueron dos de esos clasicazos que las listas de losdiscosquemarcaronafuegoalahumanidad no suelen dejar de mencionar: Pet Sounds de los Beach Boys y What's goin' on de Marvin Gaye.
Felicitemos, pues, al Sr. Cole. De hecho uno hubiera podido optar por Rattlesnakes, disco que inauguró su carrera junto a los Commotions, pero le tengo un especial cariño a este. Disco de sencilla pero gloriosa portada, con el cantante, en pose levemente inclinada que recordaría a un Chris Isaak sin extra de gomina ni asesores de imagen, mirando hacia su derecha dando la espalda a algo que parece un motel o una casa desvencijada de extrarradio americano o vaya a saber qué. Bonita portada y, creo, en función de lo que uno haya seguido su carrera, emblemática.
Caras A y caras B. A cuentas de cierto comentario sobre un corte justo en el minuto 30 del último disco de mi venerado Frank Ocean, siento cierta nostalgia tan impropia de mí. En la contraportada de este Don't get weird on me babe  (frase tomada de Raymond Carver) ponían one side y another side. Y el abismo es descomunal, la cara A entregada al rock americano clásico (con músicos como Matthew Sweet aportando instrumentaciones), con canciones como Tell Your Sister que no hubieran desentonado, indistintamente, en discos de Bruce Springsteen o la época pre-disco de Arcade Fire.

Pero la cara B es el verdadero pretexto por el que estás leyendo esta reseña. Un salvaje abismo creativo generado por la incorporación de unos arreglos orquestales que aún no recuerdo hayan sido igualados. Y si no lo fueron cuando hasta estrellas del circuito alternativo tenían acceso a presupuestos de producción para pagarlas, imaginad ahora. Lloyd Cole logró adelantarse a músicos tan dispares como, por Jens Lekman o contemporáneos como The Divine Comedy o Prefab Sprout, ejecutando una suite de seis canciones sin parangón, voluptuosas, inspiradas, con ese aire agridulce del músico ejecutando desde algún ignoto lugar entre vísceras removidas y (glups) corazones partíos.

Stop. Escuchad Butterfly, entrada a la segunda cara, donde el fraseo de Cole (ligeramente reminiscente de Lou Reed) entra solo cuando piano, bombo y violines han marcado el camino a correr. Cole se conforma con un segundo plano y cede a la parte instrumental, comprende que esas cuerdas merecen su parte de protagonismo. En Margo's waltz se encarga, entre efluvios de Bacharach y Henry Mancini, de adelantar toda la movida lounge. Por favor, esos vientos y esas entradas de cuerdas, esas marimbas, esas voces femeninas suspiradas, ese Hammond, deberían estar en algún tracklist del DJ que pincha en el paraíso. No muy lejos de esa especie de balada mid-tempo There for her, a la que le veo detalles que luego apreciaría en grupos como Air. Y la apoteosis del disco, los siete minutos de Half of Everything, que amagan, casi, con las notas de Carmen de Bizet para lanzarse hacia una orgía nerviosa de idas y venidas donde las dos partes del disco parecen entremezclarse en un diálogo en el que, quitadme la razón si no la tengo, se plasma como en pocos sitios una actitud sincera, desinhibida, desatada, como si a Cole le diera igual lo que se pensara de su música y se lanzara en barrena donde su intuición como músico le llevaba. Medio disco bendito, qué pocos lo alcanzan hoy en día.


domingo, 12 de agosto de 2018

Isabelle Antena: De l'amour et des hommes


Año de publicación: 1988
Valoración: muy recomendable

Gracias, Youtube. Menudos palos me hubieran caído de las miríadas de fans de este blog de no ser por que, en la actualidad, prácticamente la única forma de oír las canciones de este disco sea accediendo a tu web. Salvo que se tenga el vinilo, publicado allá por 1988 por Les Disques du Crepuscule, sello belga chic entre los chic del que poca cosa más atisbo a recordar. Puede que los japoneses, tan pirados ellos, se decidieran por publicar un CD que ahora está en Amazon por si algún chalado se gasta un par de cientos en euros en él. Pero no me consta. Recuerdo la primera vez que la aguja se posó sobre esos surcos. Una mañana de domingo algo soleada, lo justo para abrir la ventana y dejar que la producción, medida, perfecta, envolviera la voz sedosa, frágil, de Isabelle Antena, cantante francesa que seguramente siga publicando discos y visitando salas alternativas de escaso renombre para fascinar a sus contados fans. 
Si todos tus discos hubieran sido como esta pequeña y secreta maravilla, Isabelle. Claro que apostaste sobre seguro. Covers de canciones que parecen eternas, covers de los grandes figurones (todos hombres los elegidos, como el título afirma sutilmente)  de la música francesa a los que prestaste tu delicadeza, tu imagen tan francesa, con ese flequillo que impostoras como las cantantes de Matt Bianco o Swing Out Sister pretendían emular, como ese flequillo tan Mayo del 68 que encontraría su continuidad en películas como Amelie. Suspiro. Cinco canciones: una más que el canon del EP como para poder llamarle mini-album. Romanticismo bien entendido: el de cama revuelta y olor a café americano, ese mejunje aguado que sirve para ir enfilando la mañana. 
Y no sé si tus referencias eran Edith Piaf, Françoise Hardy o Mireille Mathieu. Sé que el disco te salió perfecto y esas versiones se han clavado en mi memoria como si fueran originales. Me explico. Que puede que oiga el original y eche de menos tus aportes y eso sea injusto. Pero es lo que tienen las primeras impresiones. Syracuse puede que sea más auténtica en su original, con Henri Salvador agarrado al mástil de la guitarra, pero entonces echaría de menos ese piano que rebota y traza arabescos por debajo de tu voz. Pénélope experimenta algo parecido. Despojada del nervio militante del original de Brassens, todo resulta enriquecido, igual algunos dicen adulterado, claro, pero para nada. Quizás esos 80 previos al lío de Kuwait eran dados a eso, a neutralizar la militancia y a rodear todo de un halo de sofisticación artificial. Michel Legrand también acude a la cita, Le Cinema acaba tomada en clave bossanova en su arranque y  la cantante francesa hace alarde de poderío de cantante de club de jazz. Curioso: el disco se cierra con la versión de otro gran caballero de la música francesa. Pero esta es la versión más fiel al original. Quizás porque Serge Gainsbourg era un adelantado a su tiempo, quizás porque Antena fuera temerosa en despojar Ce Mortel Ennui de su swing original, del jugueteo del vibráfono. Un colofón magnífico para un disco que cumple al dedillo con la máxima aquella de la brevedad.

domingo, 5 de agosto de 2018

Varios artistas: Trainspotting, soundtrack album

Año de publicación: 1996
Valoración: muy recomendable

Hoy nos puede parecer entre entrañable y abiertamente hortera, pero es un hecho indiscutible que el arraigo en la cultura popular de las bandas sonoras de películas le debe mucho a dos hitos en concreto: Saturday Night Fever y Grease. Puede que antes hubieran poderosas asociaciones de imágenes y música, claro, quién negará El mago de Oz, West Side Story o la inolvidable Moon River. Pero esos dos álbumes aceleraron y consolidaron el establecimiento del binomio indisoluble: imagen de impacto, fondo musical que le quedará soldado a perpetuidad.

Danny Boyle, director de la película, ya había tanteado en su anterior film: Shallow Grave ya incorporaba alguna canción de Leftfield, en ese momento grupo de culto de la escena electrónica inglesa, que aquí repitieron. Pero para Trainspotting, film de referencia desde su primera escena (el recitado inicial forma parte de la historia del cine, igual que la combinación de gris y naranja con letra arial ha arraigado en el imaginario público), Boyle se decidió por un who's who de la escena alternativa, con los oportunos guiños a las figuras clásicas de mayor predicación, y consiguió concretar el milagro. La película no se entiende sin el colchón sonoro. Y no hace falta que los intérpretes canten, no es necesario que bailen, los personajes no son músicos, pero está ahí y se necesita.

Y Renton, toxicómano por voluntad y elección, corre delante de la policía al ritmo de Lust for life ("ansia por vivir", ¡ja!) de Iggy Pop. Lo estamos viendo y no concebimos bajar el sonido y eludir el ritmo trotón, la simplicidad pre-punk, la voz escupida de Iggy, igual que nos es imposible no oír el sonido amniótico de Brian Eno e imaginarlo sumergido en las profundidades del WC del lavabo más sucio de Escocia.

Perdón; uno se olvida de que está reseñando un disco y no una película. Lo que decíamos: antes, y después, muchas películas habían contado con soportes sonoros consistentes en la elección de canciones destacadas de artistas del momento. Tarantino glorificaría el género con otra vuelta de tuerca: apropiarse de retazos de bandas sonoras de películas y reciclarlos para escenas y contextos diferentes, en Kill Bill o en Inglorious Basterds . Pero lo de Boyle aquí es ejemplar, pues se trata de retratar a la vez la convulsa y efervescente escena de la época y los avatares de cuatro chicos de barrio asolados por el aburrimiento y la falta de expectativas. Esas que te llevan a entretenerte (o hacer el gilipollas) en un parque con una escopeta de balines o a urdir estrategias para que no dejen de pagarte el subsidio.
El lugar de honor, el de la canción que titula el disco y toma el título de la película, es reservado para unos Primal Scream era Screamadelica, diez minutos de aires relajados entre el dub, el lounge y lo opiáceo (muy adecuadamente), pero hay más cosas. Sleeper versioneando a Blondie en Atomic en su álgida gloria (un hit sin estribillo), Damon Albarn por partida doble (en solitario y con los Blur... luego no ibas a encontrar a Oasis por aquí), Elastica (gloriosos) los Pulp, claro. La extraordinaria Perfect Day de Lou Reed, cerrando el círculo en la escena de la sobredosis, y luego, los momentos más escorados al techno predominante. La fascinación dub de los Leftield en A Final Hit, ejemplar hasta en su título, y la recuperación de un oscuro tema de Underworld, una canción poco lucida, diríase que machacona y hasta repetitiva por sí sola, Born Slippy se convierte, merced al milagro de su ensamblaje con las imágenes de la película, en un himno hedonista (el voceo lager, lager, lager formó parte su buen tiempo del imaginario british), en una especie de pataleo rabioso, como una reivindicación de la rebeldía y el deseo de emancipación juvenil de la era post-Thatcher, por supuesto el mayor éxito de la irregular carrera de Underworld, y la canción que, plano de cámara subjetivo desde el interior de la caja de seguridad de la estación, nos recuerda, una y otra vez, las imágenes que la acompañaban.

El éxito del disco fue tal que a los pocos meses se editó, de forma algo forzada, un segundo disco incluyendo algunas canciones no incluidas en este.