Valoración: casi imprescindible
Pero bueno: ayer hizo quince años que este disco se publicó oficialmente. Primera patada de Goldfrapp directamente al hígado de los que pensaban que su sonido noir del extraordinario Felt mountain iba a repetirse, dado su colosal éxito artístico. Pero no. Inaugurando una serie inapelable de cambios de rumbo que ha desorientado a sus seguidores, pero que les ha consolidado, o debería, de haber justicia en este mundo. como unas de las estrellas más creativas y fiables del universo electrónico. Aunque su último disco (el séptimo) haya representado un resbalón, nada me va a convencer de que el siguiente no pueda representar un resurgimiento cuando han sido capaces de crear obras sensacionales en tan diferentes registros.
Y Black Cherry es, insisto, su primera demostración. Después de la épica mostrada en su debut, parecía que una reinvención era un paso demasiado arriesgado. Pero Black cherry es más que eso. Abrir con un midtempo en clave de pop sinuoso como Crystalline Green, luminoso y sexy, como un guiño a ese artwork definitivamente incómodo que adorna portada y libreto ya supone un primer gesto claro. Nada va a ser igual: de hecho aunque el disco alterna movimientos orientados a la pista (recordemos que cerca de esa época hubo una especie de inclasificable revival synth-popllamado electro-clash) que, a la fuerza y por contraste con su obra anterior, dominan el disco. La hiperpublicitada Strict Machine marca esa mitad de canciones dinámicas, bailables, ligeramente perversas (I am in love with a strict machine), que completan Train, con su aire marcial y sus efectos electrónicos y Twist, cuyos videos vienen a consolidar cierta sensación. Donde Felt mountain era un disco de oscuridad, de luz tenue, Black cherry es un disco sexual, de luz roja y tabú. Como si sus canciones hubieran sido diseñadas para clubs oscuros, para sesiones de bar-dance, para Ba-Da-Bings de extrarradio.
Pero esa luz es, otra vez, musicalmente, resplandeciente. Tiptoe, con sus cambios de ritmo, las irrupciones de las cuerdas sintetizadas, los ritmos retorcidos y casi marciales, muestra un grupo que no es una vocalista eficaz con música de fondo. Y el pequeño grupúsculo de canciones con cierto aire introspectivo nos revelan aún más. No parecen descartes de su anterior disco, sino evoluciones de aquéllas, como si su espíritu hubiera quedado en el aire y se le hubiera insuflado vida a base de ritmo: Hairy Trees, aires campestres y una letra prácticamente suspirada (heredera de los estrictos procesos de tratamiento de voz: Alison Goldfrapp no quiere ser una crooner), la canción que da título al disco, o, una de sus cumbres, Deep Honey, aquí en su versión en vivo, con una excepcional estrofa añadida que extiende, si es posible, su tono épico.
Incomprendido en su momento por una masa que esperaba una repetición de Felt mountain, solamente la pérdida relativa del poder de una sensación unitaria aleja algo al disco de la absoluta genialidad, pero quede claro que es un disco fabuloso, asentado en la gloria y dejando que el paso del tiempo corra a su favor y le haga justicia.