domingo, 28 de mayo de 2017

Dire Straits: Brothers in Arms

Año de publicación: 1985
Valoración: repugnante

Uy. Cuánta gente con las manos en la cabeza. Cuánta gente enseñándome valoraciones en webs, bastante elevadas, como recriminándome haberme pasado de frenada con este severo varapalo.
Pero retroceder en el tiempo quizás me ayude a justificar tanta dureza.
Dire Straits, como fenómeno de masas, surgió de la manera más casual. En medio de la eclosión punk, cuatro tipos con el aspecto más anodino publican un single que parece grabado en una sesión de madrugada en un pub de mala muerte, Sultans of Swing, melodía a la vez perezosa y pegadiza, florituras de guitarra y estilo fusiladas de J.J.Cale, single que obtiene un enorme éxito entre una audiencia asustada a partes iguales por la agresividad floreciente del punk y por el amodorramiento del rock sinfónico. Ese enorme nicho de mercado fue el vivero en el que el grupo arraigó su éxito. Eso, y algunas buenas canciones (unas cuantas, siempre escondidas: Hand in hand, Portobello Belle...) que incluían sus discos. Siempre con una tonalidad folk o blues, siempre con una demostración de pericia instrumental, siempre con esa voz apática pero resultona de Mark Knopfler, chocante líder de alopecia prematura con aspecto de haber salido de mirar los bajos de un coche en cualquier taller. Sí, Dire Straits parecían cercanos y su música cuadraba con ese público al que no le gustaban las estridencias.
Hacia mediados de los 80 el CD, como soporte de grabación, empezaba a desplazar al vinilo. No de manera mayoritaria, el precio era más elevado, el apego del público por el vinilo aún estaba teñido de romanticismo, pero se trataba de convencer a la gente para que hiciera una inversión en los reproductores y, chachán, la posibilidad de empezar a vender rosquillas de plástico bajo el pretexto de un sonido más nítido o un soporte menos frágil se convertiría en un enorme negocio para la industria.
Así que en 1985 juntamos esas dos situaciones: un grupo cuyo sonido se orienta a un perfil de oyente conservador (blanco, deslumbrado por el yupismo, abierto a la nueva tecnología) pero con buen nivel adquisitivo, un stándard intentando surgir. Se necesitaba un disco perfecto, con el suficiente alcance y los trucos adecuados en lo sonoro para convencer a la gente. Brothers in Arms representó ese artefacto. Lo hizo a costa de sacrificar los últimos retazos de sutileza que habían adornado Love over Gold, anterior disco (la excelente Private investigations)  y sustituirlos por perversos trucos de pop-accesible-a-cualquiera, banalizando el sonido de la banda hasta la exasperación, diseñándola para vender lo que fuera, abocándola a un callejón sin salida que a la postre sería su final. Lo cierto es que solo publicarían un disco más de estudio (horripilante), pasados seis años, y que Mark Knopfler se ha dedicado a vivir de rentas y a publicar aburridas bandas sonoras para dramas rurales. Así es como el grupo pasó, en menos de una década, de ser unos rara avis, una especie de banda de pub algo sofisticada, unos Steely Dan a la inglesa, a ser una caricatura sin personalidad, postrados a vender música de feria poco inspirada (Walk of life, execrable), colaborar con estrellas pop sin talento (Sting en Money for nothing, lo más garrulo que han grabado), o codificar (So far away) sus hits del pasado, despojados de modestia e inspiración.

domingo, 21 de mayo de 2017

Radiohead: OK Computer


Año de publicación: 1997
Valoración: imprescindible

20 años atrás. Gracias por hacer que coincidiera con un domingo. En lo personal, andaba yo por entonces encaramado a una escalera pintando y empapelando la habitación de mi hija mayor, que iba a nacer en unos meses. No hacía un calor excesivo, así que recuerdo la cosa con cariño: ese reconfortante olor de pintura que representa una sensación de novedad que será proustiana. Como el olor de los coches nuevos. Y este disco, puesto a toda castaña.
Cómo nos gusta a los humanos ser los primeros en lo que sea. En reivindicar el descubrimiento de las cosas. No seáis mal pensados. Con este disco, no lo fui en absoluto. De hecho, mi única referencia de Radiohead, ahí junto a los Pulp empaquetados en la cosa del britpop, era Creep, canción que me parecía algo facilona, un himno post-adolescente concebido bajo receta. Había oído algo acerca del revuelo con The Bends pero yo andaba entonces muy liado con los sonidos electrónicos puros. El sello Warp, esas cosas.
Entonces sucedió que me hice con Help, un recopilatorio donde diversos artistas de relumbrón (la escena musical inglesa tenía entonces decenas de ellos) aportaban canciones para una buena causa: los refugiados de la guerra de Bosnia. Y ahí estaba Lucky, que no solamente era un adelanto del disco sino de todo el nuevo sonido de la banda. La voz de Thom Yorke ya hería en profundidad, las guitarras tejidas ya alcanzaban tonalidades épicas. Pero, por encima de todo brillaba lo que estaba por debajo de todo. La banda, influida por la escena electrónica, empezaba a incorporar texturas y detalles de producción (distorsión, ruiditos, profuso uso de pedales de efectos, teclados de todo tipo) que no eran (como en otros grupos) elementos decorativos encaminados a actualizar el sonido. Aquí hablamos de incorporarlos como partes fundamentales de las canciones, como un instrumento más, como partes indisociables.
Para que nos entendamos. Sabéis de esas mierdas de músicas que ponen de fondo en programas como los de, ugh, Bertín Osborne. Adaptaciones blandengues de temas con tiempos congelados, arreglos acústicos y vocecillas susurrantes (preferentemente femeninas). Pues hacer eso con una canción de Ok Computer sería vulgarizarla y despojarla de su esencia. Radiohead tuvieron en cuenta por igual melodías y arreglos, pero se encargaron de que eso funcionara como una retroalimentación. (Voy a ganarme algún enemigo.) Tanto, que se convirtieron muchas de ellas en la clase de himnos que la gente canta al unísono en los conciertos, con el nefasto efecto de eclipsar la experiencia interpretativa. Por favor: ya sabemos que os sabéis al dedillo la letra y la inflexión. Que muchos de vosotros estáis amortizando el Erasmus. Pero dejad a Thom cantar. Radiohead no son U2 ni son Coldplay. Cojones.
Claro que la cuestión de cómo suena el disco es importante. The Bends todavía parecía influido por el sonido grunge y estos chicos eran ingleses y ya habían mamado Aphex Twin, Autechre, Black Dog, tanto como Bowie o Scott Walker. El cambio de sonido se manifiesta bien pronto. O el glorioso riff con que arranca Airbag no se infecta, antes del segundo verso, de toda clase de efectos (incluida la guitarra morriconiana en segundo plano) que la convierten en una suerte de representación de lo que está por venir. No creo (yo, y parece que mucha gente: el disco lleva asentado desde su publicación como uno de los mejores de toda la historia en unas cuantas decenas de miles de listas en todo el globo) que haya muchos discos que empiecen con el cuarteto de canciones que abre OK Computer. De hecho, diría bastante convencido que, en esos veinte años, la totalidad del panorama musical ha sido incapaz de acercarse a la gloria creativa y conceptual de esa obra maestra que es Paranoid Android, más de seis minutos de parones, arranques, órganos solemnes, coros, y lo que haga falta. Cuando el disco se publicó, muchos definían a esta canción como el Bohemian Rhapsody del grupo. Ya sabéis, en un mundo necesitado de hits radiables de a lo sumo cuatro minutos y con una estructura reconocible, el single marciano de seis minutos. Destinada a convertirse en la canción emblema de la banda, aunque muchas de sus potenciales competidoras están en este disco. Un disco al que rindo homenaje por la obvia cuestión de la efemérides, aún teniendo en cuenta que mi opinión es compartida por mucha gente (más de un snob opina que demasiada). Entonces puede que esté de más mencionar la intensidad sonora de esa balada de fin de milenio llamada Exit music (for a film) o el excelso tejido de guitarras que da sustento a Subterranean Homesick Alien... para darme cuenta que ni tan siquiera he mencionado dos iconos como Karma Police o ese extraño pero fascinante amago de canción de cuna llamado No surprises.
En fin, partiendo de la base de que esta reseña solo puede corroborar el clamor global (y partiendo de la base de que esa unanimidad puede generar rechazos inesperados), añadir que la gira de presentación del disco dio lugar a un muy brillante documental titulado Meeting people is easy, que la  carrera del grupo desde entonces solo ha hecho que agrandar su mito, apostando de forma decidida por la experimentación, nutriéndose de los réditos ilimitados que este extraordinario disco les procuró, cuestión que a veces les ha sido echada en cara. El mundo lleva dos décadas esperando un OK Computer 2 y creo que el máximo objetivo de Radiohead es no entregar nunca un disco que pretenda alcanzar esa altura. 

domingo, 14 de mayo de 2017

Supertramp: Even in the quietest moments...

Año de publicación: 1977
Valoración: muy recomendable

Al que me hubiera dicho hace años que yo iba a hablar muy bien de este disco lo hubiera mandado a freír monas. Pero, ay, Proust también actúa sobre el oído, y este disco puede que fuera el primero al que me enfrenté por pura curiosidad, sin tener ni idea de cómo sonaría y sin haber tenido ninguna experiencia previa oyendo canciones en la radio o como quiera que se hiciera por aquella época.
Porque 1977 era el año de la explosión punk y los guitarrazos nerviosos y los ritmos acelerados y el no future y la agresividad sonora como demostración no solo de inmediatez y falta de pretensiones sino de manifiesta aversión contra quien tuviera esas pretensiones.
Y van Supertramp y se presentan con las siguientes credenciales: portada "artística", temas larguísimos (el más largo declarando su importancia en el disco desde el texto de la partitura en la portada), cierto aire místico en las letras y un título hablando de los momentos más tranquilos. Y ni siquiera, a pesar de sus pintas hippies, eran respetados por esa santísima trilogía (Yes, Genesis, EL&P) del rock sinfónico, que seguramente encontraba su sonido demasiado comercial, sus canciones demasiado inmediatas, despojadas del virtuosismo experimental de unos Pink Floyd, con una imagen relativamente sana. Supertramp estaban ahí, vilipendiados por una crítica que no podía tomar en serio a un grupo con sus cifras de ventas, ignorados por sus enemigos naturales y hasta por sus amigos que no comprendían sus devaneos con los arreglos jazzísticos, por su condición de música dirigida a un público maduro. 
Este disco vendió millones, claro. Sus dos singles más claros (las dos canciones más cortas, más radiables) son de sobras conocidos. Give a little bit, arranque inconfundible en el rasgueo de la guitarra e irrupción de esa voz, la de Roger Hodgson, ligeramente irritante, como una especie de falsetto algo feminizado (como si Jon Anderson, cantante de Yes, tuviera un chorro de voz). Babaji, más cercana al sonido clásico del grupo basado en los teclados, especialmente en el piano eléctrico, con un tono algo místico (cuestión que seguro que no les ayudó). Aquí se acompañaron de experimentos más alejados del pop, más personales y que constituyen un material muy valioso: Loverboy, experimento cercano al blues en su ritmo marcial, tras el cual uno podría (no negaré que con cierta imaginación) especular cómo afectaron el sonido de bandas en el polo opuesto como Tears for Fears, o From now on, resplandeciente con sus influencias jazzies. Y claro, Fool's overture, intento irregular de opus a la Pink Floyd, ampulosa y excesiva en sus vaivenes, pero emblema de un disco que, en cuanto a producción y sonido ha envejecido la mar de bien.
Mejor que los miembros del grupo, por cierto. Disuelta la banda, los dos miembros principales, que solían firmar en solitario las canciones que aportaban al grupo, andan enzarzados en rifirrafes constantes sobre su obra, cosa que ha complicado, por ejemplo, el obtener accesos decentes a la totalidad de las canciones del disco. Una lástima. Las puntuales reivindicaciones de su obra quedan ensombrecidas: uno preferiría pensar que por la cuestión de los egos artísticos, pero supongo que el dinero también tiene que ver.

domingo, 7 de mayo de 2017

La gran estafa del pop

Tu cara no me suena
Recojo el guante que me lanza Montuenga desde el Facebook de UnLibroAlDia y me pronuncio sobre los programas televisivos dedicados a la búsqueda de nuevos talentos musicales. Se llamen Operación Triunfo, Got talent, Lluvia de estrellas, o Qué guapa es mi hija la mediana. Y mi pronunciamiento es inapelable. Todos ellos me parecen nauseabundos. No tienen un solo minuto que merezca salvarse de la quema. Y aún queda más. Son, con mucho, lo peor que le ha podido pasar a la música en la historia. Peor que prohibiciones o señalamiento de géneros. Peor que guerras entre mods y rockers, entre tecnos y heavies, entre Costa Este y Costa Oeste.
Porque estos programas son la muestra más fehaciente de la guerra que la industria musical le ha declarado a la creatividad. A esa creatividad que implica ruptura e implica riesgo y por lo tanto reniega de estabilidad y de rutina. Eso quiere la industria musical, comercializar productos de consumo rápido, obsolescencia programada e inmediata reposición, con el mínimo coste y la mínima inversión. Si analizamos uno de estos programas todo confluye. Presencia de viejas glorias con el objetivo de reanimar sus carreras a base de aportarles visibilidad. Uso intensivo del catálogo de clásicos de la música comercial con el pretexto de que sólo es reconocible la performance por comparación con las versiones originales. Ajuste de los candidatos a media docena de perfiles perfectamente reconocibles para los standard de cada zona de acción. Se trata de garantizar artistas de repuesto para aquellos anteriores que languidecen una vez el público se ha hartado de ellos. En el caso de los programas emitidos en España, un panorama aún más descorazonador. A los émulos de cantante pasada de peso pero con potente registro vocal siempre al borde de la nota alargada artificialmente se unen los consabidos artistas raciales relacionados con el mundillo flamenco (un curioso énfasis), el clásico cantautor de guitarra acústica y pose afectada, el cantante melódico de aspecto maduro que valdría para algún género lírico, ligero o no, la lolita de turno que quiere demostrar que no hace falta acostarse con los productores para progresar en lo del pop, el rapero desorientado al que le han regalado, para acudir a la tele, el primer chándal que no parece haber sido robado de una caja descuidada en un mercadillo de extrarradio (y que acaba de sostener una discusión, cuya decisión final ha acatado rápidamente, sobre la conveniencia del peinado con el que se proponía salir en pantalla). Incluso el espantoso heavy melena al viento que ha pasado de asustar jubilados en la esquina de algún suburbio a provocar que adolescentes aborregados agiten el teléfono móvil en modo linterna al ritmo de alguna balada sonrojantemente azucarada. Un espeluznante panorama de estereotipos al servicio, recordad, de la apuesta segura, de la inversión sin riesgo, del plan renove de la estructura dispuesta a vender una y otra vez el mismo proyecto con diferente envoltorio, de esa música funcional de la que ya no se espera que aporte nada a la vida de quien la oye, más que emociones prediseñadas, conformismo y un sentido de la uniformidad que abate de forma definitiva aquello que echaremos de menos, espero, algún día: lo de la música que hemos escuchado como una especie de biografía intransferible e individual. 
Y añadiría lo que pienso cuando los involucrados son niños. Pero tengo miedo de la policía.