domingo, 31 de mayo de 2020

Lou Reed: Berlin


Año de publicación: 1973
Valoración: imprescindible

Berlin sale en muchísimas listas. Diría que lo he visto, uno intenta documentarse a veces antes de plasmar su opinión, figurando en listas de clásicos de todo tipo, incluyendo sonoros fracasos comerciales y, con lugares destacados, entre los discos más tristes de la historia de la música, ahí al lado de Nick Drake o de los Red House Painters.
Pero Berlin recibe la famosa justicia que el tiempo siempre, dicen, nos tiene preparada y se constituye en una de esas obras incomprendidas en su tiempo, en uno de esos discos malditos que nadie compró pero todo el mundo comprendió.
Primero: la sombra de Transformer, disco inmediatamente anterior, era larga y pesada. Con el respaldo de Bowie, con la ayuda de canciones mucho más inmediatas y luminosas, Berlin solo podía aportar un coro que decía no no no contra el pegajoso du, dudu, dudu, dududududu de Walk on the wild side. Y las canciones de Transformer sugerían algo carnal, callejero, medianamente insinuante, en letras y en sonoridades. Berlin ofrecía tardes de soledad en el dormitorio y muchas ideas muy oscuras que emergían de actitudes solitarias. 
Y ese es un motivo, pero es osado pensar que a Lou Reed eso llegara a importarle. No parece que eso pueda importarle a un músico que llega a publicar algo como Metal Machine Music. Y esa actitud la confirma la decisión inmediata del músico. Estas canciones no se interpretaron en vivo hasta mucho tiempo después, y de esas interpretación es testigo el fascinante e imprescindible documental de Julian Schnabel levantando testimonio de esos conciertos, en 2006, con algunos de los músicos originales y la contribución de estrellas emergentes como Rufus Wainwright o Antony Hegarthy ayudando al músico neoyorquino que, imperturbable pose hierática e inconfundible voz, recrea entre imágenes algo perturbadoras el disco en su totalidad, apoyado por una sección de cuerda y en tomas ligeramente más efervescentes que la grabación original. Que es una grabación fiel pero sin desmanes eléctricos, que extrae alguna herencia de Transformer, pero precisamente de los momentos que equilibraban Transformer y lo alejaban de devaneos comerciales. No es que Berlin elimine a Bowie como influencia sonora, más bien parece que Reed se presente en el disco para mostrarse en primera cara. Y sí que parece un disco narcótico, un disco de dormitorios con agujas hipodérmicas escondidas debajo de la cama y visitas de extraños amigos (supongo que todos esos nombres propios que proliferan en los títulos de las canciones), un disco de ausencias más que de presencias, de historias que se retroalimentan para acabar generando esa aura sórdida e incómoda que recorre sus canciones.

domingo, 24 de mayo de 2020

Sade: Diamond life


Año de publicación: 1985
Valoración: caducado

Demos por sentado que cualquier manifestación artística y cultural se inscribe en su tiempo y es hija del momento en que se ha concebido. Incluso experimentos de revival como los que eran constantes hace lustros no dejaban de ser entrañables pues su mera idiosincrasia los actualizaba: ni los Stray Cats intentando regenerar el rockabilly ni Lenny Kravitz grabando con instrumentos analógicos ni los sempiternos intentos de vocalistas por atacar clásicos de los tiempos de las big-band (una lista interminable) conseguían hacer olvidar que eran eso: recuperaciones de un sonido de una época que ya no existía.
A Diamond Life, emblemático título del debut de la glamourosa cantante inglesa de origen nigeriano es, por tanto, imposible separarlo de ese año 1985 con una escena inglesa desorientada: la new-wave agotada, el punk un mero pretexto para vender chapas en Trafalgar Square o en el mercado de Candem,  el synth pop  dando coletazos brillantes pero ya dispersos, los new-romantics pulverizados o haciendo estúpidos discos de soul blanco como Spandau Ballet, las grandes figuras del heavy-metal entregadas a las balada más tiernas. Época de pujanza económica y estúpida adulación por el éxito fugaz,  en Sudáfrica aún existía el apartheid y el melting-pot londinense no encontró mejor manifestación que una vocalista de - muy poco - color con una voz sedosa poco dada a las estridencias, hermoso ejemplar de la raza humana que solo hubo que rodear de músicos apañados, material digno sin el mínimo riesgo (medios tiempos, baladitas cargada de azúcar, arreglos técnicamente impecables) para vender la etiqueta cool a todo el planeta.
Así que Diamond Life cumplió las expectativas: videos al uso con la cantante en un sufrido papel de front-woman, solos de saxo que entraban en el momento justo y que servían de pretexto a los fans de la cantante, digo de la banda, para aportar ese postureo de filias jazzísticas. Todo un combinado, cualquier canción, mas lenta, más reflexiva, más, ejem, marchosilla, puede ser un ejemplo (obviemos Smooth Operator, una de las obvias culpables de la existencia de pestilentes emisoras de radio dedicadas al muzak en forma de soft-rock) de ese toque sofisticado, esa vida de diamantes en que todos los restaurantes sirven caviar en mesas tenuemente iluminadas, en que todos los caballeros disponen de un smoking para las ocasiones, todas las mujeres tienen un vestido de fiesta y fuman con boquilla.
Un mundo que ahora casi unánimemente reprobaríamos. Oír el disco tres décadas más tarde solo me ha evocado bostezos y sorpresa de lo inofensiva y previsible que resultó siendo esta música, a la que el tiempo ha pasado enorme factura. Cualquier rastro de talento se ha resecado cual trozo de tela expuesto al sol durante años.

domingo, 17 de mayo de 2020

Bad Bunny: YHLQMDLG


Año de publicación: 2020
Valoración: bastante recomendable

Bad Bunny es tan prolífico y omnipresente que, mientras me planteo escribir esta reseña de este su último álbum, ya ha publicado otro. Llamadle aprovechar el momento, llamadle dar curso al caudal creativo, pero la omnipresencia del músico puertorriqueño empieza a ser abrumadora y es otro ejemplo, Billie Eilish o Bad Gyal serían otros, de la importancia capital de otras vías de acceso a la cultura.
Porque el Trap o el Reggaeton, escribamos sus nombres en mayúscula, son hechos o fenómenos culturales, a pesar del tesón con que, llamadle racismo, clasismo, elitismo, puro conservadurismo, ciertos elementos de presión contribuyen a intentar silenciarlos. Y no hace falta argumentar con la baladronada de que Virgilio y J. Balvin, Shakespeare y Maluma no puedan compartir estantes. 
Entonces no es fácil juzgar discos como este YHLQMDLG, anagrama de Yo Hago Lo Que Me Da La Gana. Bad Bunny ha titulado su segundo disco largo con la misma impertinencia con la que ha producido la música que lo ha llevado a la cumbre planetaria, o, lo que es lo mismo, a que el mismísimo James Fallon lo jalee ante su público en una entrevista que para nada revela al machista impresentable que ciertos sectores pretenden presentar. Para luego actuar ataviado con una falda y mostrando una camiseta de complicidad con el público LGTB. Genio, habría que llamarle.
Cosa que me hace preguntar que qué hay de malo en que la cultura del sur y el centro de América esté arrasando globalmente e imponiendo a sus iconos, ni que sea con su creciente influencia en la impenetrable iconografía USA. Ole por vuestros cojones, amigos.
Ahora bien, desde esta igualmente impenetrable e indescifrable Europa le digo a Bad Bunny que sus discos van a tener que ser un poco más coherentes para llegar al tipo de cielos que nosotros veneramos. Porque este es un disco demasiado irregular en sus veinte canciones y diría que la ambición del músico por ser omnipresente, que ya sabemos que hoy la gloria es fugaz, le ha hecho completar una entrega con tanta duración, claramente un exceso para artistas surgidos de la inmediatez de Youtube, y que chocará, y creo que no estoy solo en esta sensación, que cada vez que en este disco el músico recurre a las sempiternas colaboraciones (demasiadas como para enumerarlas) el disco se desinfla. Si el disco mantuviera el tono de la excelente canción inicial, Si veo a tu mamá, melodía en Casiotone tomada de Jobim, tono cálido y confidente, letra que es prácticamente una entrañable historia de separación, hablaríamos de un disco prácticamente creador de un género. Pero a Bad Bunny se le escapa esa genialidad de entre los dedos. Por mantener una posición algo dada a lo polémico, Bad Bunny es tan bueno cuando aborda el trap como vulgar cuando lo hace con el reggaeton. Sin prejuicios contra el género, ahí es simplemente un músico limitado por la ecesiva uniformidad del género y por la necesidad, absurda a todas luces, de plantear las colaboraciones como retos o diálogos entre artistas. Demasiadas canciones, excluiría Ignorantes, parecen absurdas repeticiones de ganchos comerciales donde el talento brilla por su ausencia. Solo las canciones en que se emplea en solitario me parecen realmente destacables, con esa sensación de chulería frágil que muestra a un músico inquieto y versátil, , 25/8 tiene tonos confesionales sin la mínima fisura. Vete es otra pieza brillante, porque cuando el puertorriqueño crea en solitario puede dejar las canciones desnudas o incluso juguetear con los ritmos caribeños, como hace en A Tu Merced, o mostrarse cercano y biográfico como en  🖤, una despedida que representa un curioso cierre para un disco que, obviamente, hay que oír para interpretar el mundo, quizás no la obra magna que en otros tiempos y otros ámbitos esperaríamos de un icono de su actual, y real, influencia.

domingo, 10 de mayo de 2020

Kraftwerk: The Man-Machine

Año de publicación: 1978
Valoración: imprescindible

No ha sido una buena semana. El lunes supimos del cierre de la revista ROCKDELUX, tras 36 años de historia y con el golpe final de la desaparición de los anuncios de los grandes eventos musicales (que han ido siendo anulados uno tras otro, el último de cierta relevancia siendo el Sónar 2020) que debían ser su precario sustento en estos últimos años en que la publicación era prácticamente contenido en su integridad, sin apenas publicidad, no hacía presagiar nada bueno. Demasiado complicada la situación para un medio prácticamente atrincherado en la coherencia y sin apenas concesiones, tan pocas que incluso éstas eran criticadas, una especie de Biblia musical, seguidora de la mítica Vibraziones y del irregular Rock Espezial, sin duda la publicación musical que ha marcado más a una generación de adictos a las corrientes musicales contemporáneas.
Creo que le debieron un portada a Billie Eilish, en todo caso.
Y a renglón seguido, la muerte a los 73 años de Florian Schneider, miembro fundador y hasta el último momento de Kraftwerk, lo cual le convertiría en una sencilla operación matemática en una de las cuatro personas más influyentes de la historia de la música electrónica y en una de las veinte más importantes de cualquier estilo musical con cierta relevancia universal.
The Man-Machine se publicó en 1978, en plena convulsión punk y a continuación de otra obra totémica, Trans Europe Express y es un disco absolutamente clásico desde su portada, otra vez el cuarteto posando esta vez uniformado, en un imagen cuyas líneas diagonales y tonalidades evocan levemente el constructivismo, los cárteles de propaganda de la Bauhaus, cierta coartada ligeramente totalitaria, y que tiene una cierta perspectiva nada asimoviana sobre la cuestión del ensamblaje entre máquina y hombre. Treinta y seis minutos y seis canciones, el disco es enormemente coherente con su obra anterior aunque no gravita tanto en torno a un tema como el anterior, se abandonan ciertos aires clásicos y se asimila más iconografia pop (en algún momento parecen estar suministrando eventuales bandas sonoras a los primeros juegos arcade) lo cual no deja de ser un aspecto más de evolución, pero el disco contiene ciertos aspectos irónicos muy poco teutones y en todo momento prevalece un cierto to no lúdico. En todo caso, Spacelab, con su obvia influencia de los experimentos que Giorgio Moroder, representa un escandaloso avance, por diez años o así, que los músicos del techno de Detroit acabarían devolviendo, Metropolis o The Robots serían usados hasta la extenuación para dar fondo sonoro a cualquier imagen futurista o tecnológica y, en una especie de ajuste de cuentas cargado de simbolismo, la breve pero intensa apoteosis del synth-pop y el movimiento new-romantic  resucitaría, tres años más tarde, The Model, convirtiéndola no solo en su improbable máximo hit en las listas, sino en el paradigma de la integración entre pop y sonidos sintéticos: una canción perfecta, inagotable, un especie de emblema inigualable para el futuro.

domingo, 3 de mayo de 2020

Air: 10000 Hz Legend


Año de publicación: 2001

Valoración: bastante recomendable

Air se las apañaron para rodear el cruel juicio que suele suponer el duro síndrome del segundo disco, más cuando se trata de bandas que han inaugurado sus carreras con álbumes definitorios como Moon Safari. Lo hicieron gracias a Sofia Coppola, que les encargó la banda sonora para The Virgin Suicides facilitándoles una especie de tanteo. Ahí ya rompían con los sonidos atmosféricos y empezaban a ceder a las partes vocales, pero lo hacían escudados en las necesidades de las bandas sonoras: temas melódicos fuertes, intercalado de música incidental, eventuales vaivenes estilísticos relacionados con las imágenes a las que prestar soporte sonoro.
Entonces con 10000 Hz Legend, este sí oficial segundo álbum de estudio de la banda, algo del camino a tomar ya se había adelantado. Portada eminentemente americana, colaboradores de cierto renombre (Beck, por ejemplo), el grupo era consciente de que a un grupo que ha renovado el sonido se le va a exigir mucho. Pronto acusamos el golpe: Electronic Performers se abre a golpe de falsos riff de guitarra y, más de un minuto tras empezar, muestra bien a las claras. Este es un álbum vocal, las voces serán casi omnipresentes en los tracks, y serán voces de todas las procedencias: reales, pasadas por vocoder, orientales, generadas por software. Un signo de ruptura, no esperemos caricias vocales a lo Françoise Hardy. De hecho las influencias aquí son completamente diferentes: no busquéis aquí a Bacharach/David, a los Beach Boys, porque este es un disco más sucio, más abigarrado, menos reconocible en lo sonoro, quizás el prog-rock, quizás el kraut-rock, puede, la portada pesa, algún espíritu ligeramente country'n'western perceptible en ciertas letras. El disco es irregular, alterna ejercicios fascinantes de abstracción indefinible como Radian, lo más parecido a Moon Safari y una de las mejores piezas de la carrera del dúo junto a malas asimilaciones de pop como Radio # 1, alterna momentos reflexivos con aires fronterizos como  The Vagabond, donde Beck aporta sus vocales algo desganadas. Sex Born Poison, otra canción importante, se contonea entre aires íntimos hasta que irrumpen los vocales en japonés (adelanto de ciertas influencias de discos posteriores), momento en que la canción se convierte en una especie de crescendo cacofónico de aires épicos, alzándose en una especie de cumbre del disco, junto a Wonder Milky Bitch, especie de oda a la felación cantada por vocales sintéticas, entre sonidos twang e idas y venidas de secciones de cuerda. 
En definitiva, un disco que, parecía, casi inconscientemente, programado para alejar a buena parte de la gente que se había acercado a la banda en búsqueda de opciones chill out. Quizás más adelante se arrepentieran de hacerlo con tanta contundencia, pero menuda patada en la espinilla.