domingo, 28 de marzo de 2021

Nick Drake: Five leaves left

Año de publicación: 1969

Valoración: imprescindible


Difícil separar este magnífico disco de debut de todo el oleaje de admiración que, posterior a su fallecimiento (Drake, cuya muerte por sobredosis nunca acabó de ser aclarada, es uno de los primeros integrantes del sórdido club de los 26), se produjo de forma paulatina, llegando hasta hoy en que su música es reconocida y reverenciada hasta la saciedad, empaquetada en esa extraña cadena de influyentes e influidos, junto a Tim Hardin, Jeff Buckley o Elliott Smith, todos ellos bajo esa etiqueta de músicos sosegados, otoñales, reflexivos, como si el sacrificio de sus respectivas desapariciones fuera el abono para la calma turbulenta que desprenden sus músicas, como si desde sus respectivas tumbas sonrieran a costa de los tardíos royalties que retribuyen su talento.

Five leaves left, debut de austera portada que sigue recordándome a alguna de las de los primeros discos de Pink Floyd, es un disco de cantautor (guitarra y voz bastarían) enriquecido por la presencia de muchos de los más reputados músicos del sonido Canterbury y, dice que la leyenda que no sin cierta oposición del autor, que prefería un envoltorio más espartano, elevado a la gloria absoluta por la presencia de unos discretos pero precisos, lujosos, deliciosos arreglos de cuerda que lo convierten en clásico de forma instantánea. Y la presencia de otros instrumentos (congas, por ejemplo, en algún momento) convierten el disco y su ámbito sonoro, que eleva canciones que son sencillas, pero que rehuyen la estructura habitual, apenas hay estribillos sino pequeñas codas vocales que se repiten de forma discreta y que dan forma a otra de esas obras unitarias, son 10 canciones como prácticamente marcaban los cánones de la época y las duraciones de las caras de vinilo, en las que el sosiego, quizás ahora es demasiado sencillo definirlo como un sosiego trágico, aflora. Drake usa su voz como un instrumento más, una voz ligeramente nasal, grave, que alarga notas y encaja en su rasgueo de guitarra, que se acomoda sobre las bases y toma un cariz levemente irreal, otro artista (por aquella época Scott Walker también publicaba sus primeras obras maestras y Leonard Cohen iniciaba su carrera) adelantado a su tiempo, capaz de traspasar la epidermis del oyente incluso si no se entienden sus letras, con una música que desprende una melancolía real, nada forzada, de una belleza sonora que aún hoy es abrumadora y sobrecogedora.

domingo, 21 de marzo de 2021

Plastikman: Closer

Año de publicación:
2003
Valoración: casi imprescindible

Hipótesis: el año 2003 podría constituir una fecha emblemática como hipotética certificación de la muerte del techno como estilo dominante, dejando, eso sí, desde entonces, poderosa estela sonora y rabiosa influencia con huella en toda clase de producciones del ámbito mainstream, pero inequívocamente iniciando una recesión comercial y creativa que lo devolvió a un confinamiento, un relativo ostracismo del cual, no vamos a negar, también fue responsable su obvia incapacidad de generar iconos visibles y reconocibles, necesitando símiles estilísticos o dialécticos (los DJ son las nuevas estrellas del rock, etc.) que le despojaron de personalidad, convirtiéndolo en uno más entre el anodino relevo de poltronas a que la necesidad constante de la audiencia de hallar cosas nuevas condena periódicamente a muchas tendencias.

El techno, entonces,  empieza a morir cuando caen las torres del WTC. En esa Arcadia transaccional que era el mundo en ese momento, la diversión global y el hedonismo desenfrenado eran pauta dominante. Nadie tenía miedo a que esa burbuja estallara, y, de repente, cualquier sitio en el mundo era potencialmente inseguro. El techno como música lúdica, como sustituto abstracto de un rock cuyas adineradas estrellas no tenían de qué quejarse, perdía sentido a la vez que fuelle.

En agosto de 2003 se publica el último número, icónico 99, de la revista Muzik, icono del movimiento que ya solo se basaba en inflar de forma artificial los lanzamientos discográficos. Dos meses después, Richie Hawtin, bajo su alias Plastikman, - otro de sus alias, F.U.S.E., le había servido para publicar en la emblemática Warp - lanza Closer, quizás guiño a Joy Division, en todo caso fascinante portada que evoca lejanía por contraste con cercanía. Más de una hora de música enlazada, música que emula los DJ sets que entronizarían al canadiense, apenas unas frases de voz tratada que aportan una cohesión, como si se tratara de un trip. Beats oscuros, bajos subsónicos, evocaciones berlinesas, homenajes a la cultura del click'n'cut, a los arcades,  teclados planeadores, austeridad sonora, minimalismo que apenas se permite mínimos lujos con efectos estéreo, evocando, casi por última vez (Hawtin tardaría 11 años en lanzar otro disco) la experiencia del oyente, del dancer solitario, pista a oscuras. 

Distinguir aquí tracks es irrelevante. Aportar frases palmarias sobre la influencia de esta música, ingenuo. Tanto como agarrarse a ella de forma nostálgica y desesperada. No es una claudicación, sino una constatación de que el tiempo pasa y no tiene sentido alguno congelar el momentum

Podéis oir todo el disco aquí

domingo, 14 de marzo de 2021

Nick Cave & Warren Ellis: CARNAGE

Año de publicación: 2021

Valoración: casi imprescindible

Ghosteen, anterior disco de Cave (aunque firmado junto a su banda, de la que, por cierto, Warren Ellis es también componente), me resultó un disco, todavía, extenuante. Sin entrar a interpretar las letras, que parece ser que evocaban aspectos espirituales, la propia música, prácticamente despojada de ritmo y percusiones, nos desvelaba a una persona (no el personaje que encarna Nick Cave artista) angustiada, más declamador que cantante, más oficiante que intérprete.

Bien, si puede establecerse una continuidad (no descartemos que la firma del disco represente un guiño a que no sea así) e integrar a The skeleton tree en una hipotética trilogía de impacto postrero, interiorización de la tragedia, conato de regreso a la normalidad, Carnage representaría ese estadio, quizás aún en un modo precario, en el que Cave ya empieza a atreverse a recuperar ritmos, a permitir a su música recuperar un cierto dinamismo.

Curioso, por cierto, que a mediados de marzo ya y los dos discos publicados en el año 2021 que aquí se reseñan pertenezcan a dos varones de países no centrales en el universo musical, que estos artistas estén relacionados con excesos varios, que ambos discos se abran con dos temas que aportan curiosas combinaciones rítmicas (ambos incorporando un inesperado latido electrónico). 

En todo caso, el de Cave es un regreso a la forma francamente gratificante, no es que sea una ruptura sonora (alguna canción aquí no desentonaría en discos clave en la carrera del australiano, como Henry's dream o Murder ballads, pero esa recuperación de elementos da que pensar, no saquéis de contexto este comentario, que Cave está canalizando artísticamente su tragedia, quizás no de una manera firme y rabiosa, en la segunda mitad del disco los tempos parecen congelarse de nuevo, pero, cosas del tracklisting, esa apoteosis que representa la cuarta canción, White Elephant - YouTube, con su línea de bajo elástica, sus aires húmedos a lo trip-hop y ese glorioso, pletórico, coro de evocaciones gospel, única canción que destacaría por encima de las demás pues todo el disco es enormemente cohesivo, ese emplazamiento que pareciera que fuera más lógico haber situado al final del disco, donde hubiera alcanzado un cénit épico realmente simbólico, esos guiños a los grandes discos trágicos de Bowie, de Scott Walker, incluso a las propias y áridas bandas sonoras que los propios coautores del disco llevan años publicando. Un disco para quitarse el sombrero y, si cabe, engrandecer el mito.

domingo, 7 de marzo de 2021

Colaboración. C. Tangana: El madrileño


Año de publicación: 2021

Valoración: Casi imprescindible


Para cuando se publiquen estas líneas ya estará todo dicho. Cada quien tendrá una opinión inamovible, convencida de su razón y argumentada, así que poco importa hacer un análisis exhaustivo –musicalmente hablando– de las piezas que componen el disco del año. Tampoco me veo capaz: yo he venido a otra cosa. Habremos leído entrevistas, hagiografías y críticas; habremos escuchado a propósito o sin querer algunos de los temas; nos habremos chocado contra todos los tópicos. Tangana: el hombre mejor y peor vestido del mundo; Tangana: el artista que ha fusionado la tradición española con la latinoamericana; Tangana: el rapero convertido en trapero convertido en cantautor; Tangana: el rescatador del flamenquito. Nada menos. Pero el dueño de este blog me invita a pensar en público sobre «El madrileño» y, aunque sabe bien que lo mío no es escribir reseñas –y aún menos sobre música: qué sabré yo–, supongo que lo hace por lo que tuiteé después de escuchar el disco: «Tristón, irregular, anárquico, con temazos, con temitas, para follar, para bailar, para drogarse, compuesto entre 1960 y 2020. Puchito ha reunido todas las male tears del siglo y ha cerrado la Llorería para siempre. «El madrileño» es una genialidad y una capitulación». De ese tuit, reflexiono ahora, solo cambiaría el final, estableciendo una relación de causa y consecuencia: es una genialidad porque es una capitulación. A ver si lo hago corto y no digo las tres palabras mágicas. 

Con C.Tangana no jugábamos al personaje desde el principio. Menudo gilipollas, decíamos, qué pintas, qué discurso machista, qué apologeta del vicio, del dinero y de los coches. Qué fuera de lugar, qué chandalismo absurdo, en estos tiempos. Eso pensábamos mientras lo escuchábamos sin parar, más todavía durante el confinamiento: C.Tangana nos recordaba cada noche lo mucho que necesitábamos bailar, desvariar, drogarnos, estar con los amigos, llegar a casa borrachos, pegarnos una fiesta cerda con tecno y baladitas, meter la lengua en algún sitio, tener un globo, un globito, un globazo. Y cuando se nos pasaba la melancolía, sufríamos con la contradicción: detestamos lo que dice, pero no podemos dejar de escucharlo. Me parece feo, pero he soñado que me lo follaba. No canta ni huevo, pero esa voz de flauta y macarrita tiene su gracia. Fue a medida que los temas del futuro disco iban apareciendo en vídeos de YouTube que comenzamos a experimentar una especie de revelación colectiva y ambigua: este tío parece ser autoconsciente del rollo heterotriste que lo sostiene. Quiero decir: no solo está contándonos sus cosas, sino haciendo un dibujo cabrón, un mapa preciso del Barón Dandy clásico, del moderno y del contemporáneo. Del fucker. Del gallo. Del latin lover, si nos ponemos nostálgicos. Un resumen voluntariamente patético de esos arquetipos que, en lo musical, desde Carlos Gardel hasta Kase-O, pasando por Alejandro Fernández, Julio Iglesias o Joaquín Sabina, han venido empalándonos con la alegría de quien te abre la puerta de la 305 –un caballero puesto hasta arriba– antes de confesar que no le gusta usar condón. Todos trúhanes, todos señores. Es interesante comprobar cómo la mayoría de ellos, incluso en sus canciones más irónicas, se toman totalmente en serio a sí mismos. La baza de Tangana es que se permite un aire de ligereza, como si estuviera jugando a los trileros. Con bases que deberían pasar a la historia, con autotunes que primero asombran y luego seducen, con canciones que se rompen y se reformulan en un minuto y medio. Lo mismo mete a Joselito en una rave berlinesa que te canta un pseudocorrido mexicano sin acento.  

Desde esa ambigüedad celebramos el disco, porque tendrán razón quienes le adjudiquen un discurso connivente con el machismo más rancio y quienes lo defiendan como un simpático contorsionista que bromea o denuncia sus miserias. Es obvio que el músico al que más veces preguntan sobre el movimiento feminista o el heteropatriarcado sabe que en su disco hay 15 colaboraciones de hombres y solo una mujer (La húngara), y no se justifica ni evade la respuesta: en esto ha consistido desde siempre el Activismo Musical Heteromacho, ese que disfrutábamos cuando empezamos a litrar con los amigos y que ahora, visto en perspectiva y en proceso de autocrítica, nos avergüenza en público pero algo menos privado. Una persona a la que conozco bien dice que, muchas veces, la obra es más inteligente que quien la realiza. No conozco a Puchito ni las bambalinas intencionales de su disco, pero sí sé por qué me parece una genialidad: porque ha logrado mostrarnos como lo que somos, fachomachos o comumachos, tanto da. Recorren «El madrileño» todas nuestras penas históricas: las lágrimas cursis de Alejandro Sanz, las alegres de Kiko Veneno, las graves de Elíades Ochoa, las festivas de los Gipsy Kings, las aburridísimas de Drexler, las ridículas de Calamaro, las inconscientes de Joselito o las traperillas de la generación a la que pertenece el propio C.Tangana. Un festival de tíos lloriqueando en la barra del bar, dándole la brasa a un desconocido, metiendo fichas por despecho a toda la que se ponga por delante, cabrones con buen corazón, golfos sin malicia, aliados celosos hartos de testosterona, puteros violentos, hijos pródigos del sistema, románticos del «que era broma, tía». «El madrileño» nos convoca en 14 canciones incontestables, abre el grifo del agua fría y verbaliza el canon del que venimos en una sola frase: podemos llegar a dar bastante asco, pero damos mucha más pena que asco. 

Después de oírlo, de bailarlo y de usarlo sin autocontrol –porque los discos también se usan– solo cabe un pensamiento crítico: esto es el final, amigos. Se ha terminado el tiempo en el que nuestras peripecias constituían el lenguaje básico, los grandes temas, la verdad. Puchito ha escrito el epílogo, la bibliografía y el índice de ese libro que hace mucho que debíamos haber cerrado, y lo ha hecho convirtiendo nuestro funeral en una fiesta, regalándonos a primeros de año el mejor paso de Semana Santa, la canción del verano, el tema que siempre sonará en las (no) verbenas del pueblo y hasta el villancico con el que cerraremos 2021. Capitulad. Capitulemos. 


Firmado: Iván Repila