Año de publicación: 2013
Valoración: muy recomendable
Desde el tono atemporal de la imagen brumosa de NY, Vampire Weekend entregaron en 2013 su tercer disco, cierre de una trilogía inicial sobre la que la salida de Rostam Batmanglij del grupo cierne sombras de incerteza.
Pues si está claro que el músico y productor de origen iraní tiene una influencia capital en el sonido del grupo, el contenido de este Modern Vampires of the City lo pone aún más de manifiesto.
El grupo neoyorquino ya venía de ser aclamado por la crítica en dos discos previos, Vampire Weekend y Contra, de los que se había alabado tanto su calidad compositiva como su apuesta innovadora por integrar sonidos poco habituales en el pop. Influencias africanas, sobre todo, cierta aridez sonora, cierto gusto por incorporar melódicamente la percusión, una situación perfecta solamente contrapesada por un cierto halo de exquisitez, ese arqueo de ceja que suele acompañar a esas bandas neoyorquinas, que siempre parecen compuestas por universitarios hijos de familias adineradas que prueban a divertirse haciendo música antes que incorporarse a las empresas familiares.
Imponer esos prejuicios nos alejaría de disfrutar este disco. Un disco formidable que contiene muchas de las mejores canciones de la banda y un disco que solamente deja de ser imprescindible porque se elige una secuencia algo extraña. No le falta cierta lógica, por eso, a apostar por la alternancia entre las canciones más introspectivas y las más expansivas. Decantarse por unas o por otras de forma clara, situándolas agrupadas en dos mitades, solo generaría una polémica estéril. Entre quienes mantienen el cariño hacia una banda que parecía diseñada para aportar banda sonora a las tiendas de Hollister y quienes les exigen un firme paso hacia la madurez.
Difícil obtener equilibrio, pero aquí se consigue gracias a que las canciones suelen ser excelentes. El disco se abre y se cierra con excelentes canciones lentas, dominadas por el piano ambas: Obvious Bicycle y Young Lion. Empezamos a darnos cuenta de quién ha mandado aquí, pues el dominio de los teclados y de los trucos de producción, sin ser avasallador, resulta notable. Resulta curioso que la banda optase por prescindir de los músicos de apoyo al presentar el disco. En vivo, algunas de las canciones suenan un poco más desnudas, sin dobles voces, sin ruidos en segundos planos, sin la elección de las pistas vocales más logradas. No es extraño que guardaran una canción gloriosa como Hannah Hunt para este disco. El meticuloso trabajo de estudio nos muestra con sutileza porqué es importante recurrir a todas las posibilidades que ofrecen las tecnologías de grabación. No es que su versión en vivo no guste. Es que todos esos detalles de producción se muestran irreproducibles y su ausencia le resta cierta magia. Lo mismo puede ocurrir con uno de los singles del disco, la monumental Step, con sus coros celestiales y los punteos de clavicordio. Canciones como esta o Hudson acaban convenciéndonos de que el tono dominante del disco (nótese incluso el parón en una canción eufórica como Unbelievers) es ciertamente melancólico. Puede ser que quisieran ser tomados en serio, que no quisieran parecer unos eternos alumnos de alguna de las Ivy League, que necesitaran desmarcarse de una pose hedonista e incorporar (conscientes de que nunca van a ser los Red House Painters) una coartada intelectual o cierta solemnidad formal. No puedo pronunciarme. Parece que Rostam Batmanglij (que ha aportado sutil guitarra, por ejemplo, a Frank Ocean) seguirá colaborando activamente con el grupo. Cuatro años han pasado ya y esperamos que haya un siguiente movimiento y que ese tono no fuera el de una despedida. Que fuera más bien el de cuatro tipos que se lo han pasado en grande haciendo música triste.
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