Año de publicación: 2016
Valoración: muy recomendable alto
Habrá que solventar ciertas reticencias para empezar. Sí, Solange se apellida Knowles y es la hermana de la sempiterna Beyoncé, ídolo global. Solange, aclaremos, es la hermana, ejem, alternativa. O sea, la que no saldrá en la SuperBowl, la que no basa sus canciones en las coreografías, la que, diríamos, parece relegada ante su status icónico.
Pero, lejos de arredrarse o conformarse, Solange cada vez ha hecho mejores discos. Compartiendo cierta costumbre del star-system de la música de color (horrenda etiqueta, pero puede ser que sea la mejor para aglutinar rap, hip-hop. r'n'b, soul, y otras cosas), Solange colabora con frecuencia con músicos como Estelle, Q-Tip, Sampha, su presencia en los discos de otros artistas como Tyler The Creator delata su buen gusto y un cierto punto de riesgo que no he apreciado en los discos de Su Hermana La Famosísima.
Sin ir más lejos, este A Seat on the Table, penúltimo disco de sus discografía en el que ha contado con la ayuda de Rafael Saadiq (otra estrella más encuadrada en el neo-soul de músicos como D'Angelo o Maxwell) es un disco muy brillante. Quizás demasiado condicionado por un track-listing un poco previsible (breve comienzo, breve final, doce piezas principales, siete interludios de todo tipo) que le aporta cohesión como álbum ligeramente conceptual, pero que lo aleja de la colección de canciones inapelables que hubiera sido si. como FKA twigs ha hecho recientemente, cercenase implacable el contenido hasta dejarlo en ocho o nueve canciones brillantísimas. Quizás entonces hubiéramos hablado en otros términos.
Pero este disco es así, extenso, salpicado por interludios que retienen un poquito la progresión y que lo uniformizan. A primeras puede parecer monótono, con sus medios tiempos surgiendo uno tras otro y a veces difíciles de diferenciar. Pero conforme avanzan las escuchas, los tesoros van siendo desenterrados. Se trata de un disco con un sonido sobrio, donde los teclados se muestran dominantes en todo momento, de un modo u otro podríamos reducir el disco a sintetizadores más la dulce y gloriosa voz de la cantante, que compone todo el material y lo eleva con una deliciosa dicción, casi un fraseo que huye de exhibiciones de poderío, detalle nada secundario pues es uno de los atractivos del disco: oír esa voz siempre gobernando las canciones desde contención y dominio, sin caer en lo que yo llamaría síndrome Adele de diseñar música para alardear de capacidad técnica o mera potencia vocal. Solange huye de eso incluso en las canciones donde dobla su voz o se hace coros. Lo importante aquí es el conjunto y solo hay que esperar a que irrumpan las primeras notas de Rhodes de Weary para darse cuenta: se dirige con firmeza al oyente, lo interpela y casi lo intimida en una primera frase. Es soul, claro, como referencia más visible, y el espíritu vocal de Minnie Riperton o Erykah Badu conviven con flujos sonoros evanescentes, Roy Ayers, Lonnie Liston Smith no andan lejos. Una referencia que no aplasta, como esas cuerdas en Cranes in the Sky. Flotan en el ambiente sin elevarse ni caer, como si se tratara de un Unfinished sympathy de un género que es absurdo etiquetar. El piano ligeramente percusivo, casi honky-tonk de Where Do We Go (también presente en Mad) lo corrobora: es música que bebe de muchas fuentes y se enriquece de todas ellas. Puede uno discutir cierta tendencia al aire íntimo, inevitable con una voz como la de Solange. Creo, por ejemplo, que Sampha estropea con su voz irritante esa maravilla que es Don't touch my hair. Pero hay donde consolarse: Borderline (An Ode to Self Care), es simplemente perfecta, con su aire ligeramente cósmico, y me he dejado aún algunas otras canciones que entran y salen en las preferencias conforme se avanza en el disco. Discos cuyas favoritas van cambiando a medida que se producen las escuchas. Pocos pueden presumir de eso.
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